martes, 25 de noviembre de 2008

LA FUENTE


A ninguno de los tres se nos ocurría nada realmente trascendente. Nos habíamos propuesto realizar actos que valieran la pena, que nos prolonguen un poco la vida, al menos en el recuerdo (ya que, después de noches y noches de debates infructuosos, terminamos por aceptar nuestra irrevocable mortalidad).

Esa tarde yo sugerí -sin énfasis- festejarle el cumpleaños a Franela, el cuida coches de la calle 25 de Mayo, que tanto nos hacía reír con sus chistes sobre los políticos cada vez que íbamos a buscar al Negro a la Biblioteca, ese extraño templo de libros y silencio en el que nuestro ilustre amigo trabajaba (sacando fotocopias).

Mientras tomábamos nuestro café de los viernes, Franco propuso hacer explotar una de las manzanas que está frente a la plaza Colón. El objetivo no era el de recuperar un espacio verde y hacer un paseo, como en la manzana 115, sino el de vengarse de una mujer (la Rusita) que lo abandonó, 10 años atrás, en pleno viaje de egresados. En verdad Franco dudaba si ella aún vivía ahí, pero nos explicó que se podría hacer un derribamiento preventivo.

Al Negro no le gustó ni lo de Franela ni la demolición. Nos miró, encendió un cigarrillo y luego empezó a hablar.

- Hoy estuve charlando otra vez con Miriam. La verdad es que esa mujer cada vez que habla de los libros me conmueve…

- Se enamoró otra vez–
me dijo Franco, lamentándose.

-No, no me enamoré. Es una mujer muy mayor, que trabaja hace no sé cuantos años en la biblioteca.

- ¿Desde cuándo los libros te conmueven, Negro? –
le pregunté, sabiendo que de los tres yo era el único al que le gustaba leer.

- Los libros no me conmueven. No me importan. Pero si vieran con qué amor Miriam los trata; Ella dice que adentro de cada libro hay vida…

- Ya sé. La vieja tiene una nieta-
arriesgó Franco.
- No, pero tiene un nieto ¿te interesa? – replicó el Morocho.

-Paso.

-Vos tendrías que conocerla – me dijo el Negro.

- Yo fui socio de la biblioteca, cuando era chico.- comenté.

- Y yo fui boy Scout – dijo Franco (y era cierto).

- De verdad. Con mis compañeros íbamos una vez por semana, cuando estaba en séptimo grado. Nos echaban cada tanto – seguí contando-, por que ni bien llegábamos, uno de nosotros (previamente sorteado) comenzaba a leer en voz alta, molestando al resto de los silentes lectores. De ahí marchábamos hasta la Fuente, en donde realizábamos las impostergables carreras de barco de papel. Una tarde, la de la víspera de mi cumpleaños, me tiraron al agua con guardapolvo y todo.

El Negro bostezó sonoramente, lo que me dio la medida del interés que despertaba el relato de mi infancia. Decidí no hablar más del tema.

Pedimos otra vuelta de café. Seguíamos sin encontrar qué hacer para demorarnos en morir.

Un nene de ocho o nueve años entró al local y comenzó a pasar por las mesas pidiendo monedas. Estaba vestido con ropa rota y sucia. Instintivamente agarré una servilleta y anoté “…con sus zapatos de suela de vereda…” (siempre anoto en servilletas que luego pierdo).

- Che, artista, dale una moneda al pibe – me invitó Franco. Le di una de un peso y el chico salió. En la calle se juntó con otros dos nenes.

- ¿Suela de vereda? – preguntó el Negro, que tenía mi servilleta en la mano y el ceño fruncido. Le saqué el papel y lo guardé, simulando estar molesto. De pronto Franco se puso de pie y gritó:

- ¡Monedas! Eso… fuente… monedas.

- Ya está, ya se me ocurrió. Tenemos que llenar de monedas la Fuente… ¿Cuántos años hace que no ven monedas en la Fuente? ¿Cuántos?. – Apuntó hacia la mesa de al lado y le habló a la pareja que tomaba gaseosas- ¿Alguna vez tiraron una moneda a la Fuente pidiendo un deseo?, ¿Cuánto hace?...
Lo ignoraron.

El mozo vino a pedirnos que bajáramos el tono de la charla.

Despojándola de la grandilocuencia con que fue presentada, la idea estaba bastante buena. Franco tenía razón; apenas recordábamos haber tirado una moneda con vuelo de deseo. Me alegré: mis recuerdos habían servido para algo. Pero al pensar en el chico que acababa de pedirnos, dije algo que nos desalentó:

- El mismo hecho que inspira nuestro acto es a la vez el que impedirá la realización del mismo. – ya que estaba, lo anoté en otra servilleta.

- Es verdad -corroboró el Negro-, las calles están llenas de gente que pide monedas. Las van a sacar antes de que lleguen al fondo de la Fuente.

Eso terminó de derrumbar el plan. Miré mi reloj; tenía que irme. Llamamos al mozo y pagamos. Caminamos unas cuadras en silencio. Cuando pasamos por la puerta de un local de video juegos, vi que el pibe al que le había dado la moneda de un peso estaba jugando en una máquina (de esas para bailar).

- Miralo a suela de vereda…- me dijo Franco. – ¡baila mejor que vos!
- Y con tu plata –
completó el Negro.

No dije nada.

Mientras nos despedíamos surgieron algunas posibilidades.

- ¿Y si cuando las tiramos pedimos como deseo que no se las roben?...Franco era incansable a la hora de aportar variantes.

- …¿o si electrificamos el agua?... ¿o si hacemos explotar de una buena vez la Fuente? Sólo habría que hacer ir a la Rusita en ese momento.

Me gustaba escuchar esas ocurrencias; imaginé una llovizna de anhelos metálicos. Me iba a anotar la frase en el revés de una de las servilletas que tenía en el bolsillo cuando escuché:

- Mirá lo que me acabo de acordar… –El Negro tuvo una iluminación- …en la pieza que era de mi hermano hay una lata de dulce de batata llena de monedas viejas y cospeles para teléfono.
-Cierto que tu hermano trabajaba en ENTEL…-
recordé
-¿Servirán?
-Claro que si.–
dije, recuperando un poco la fe- El lunes nos juntamos y vemos qué podemos hacer..
-Pasen por la biblioteca, que a la tarde casi no hay gente, y nos ponemos de acuerdo con todos los detalles–
invitó el Negro. Y ahí nos despedimos.

Durante el fin de semana estuve tratando de ordenar mis montañas de papeles. Varias veces pensé en lo que hablamos en el café. Volvía mentalmente a los recuerdos de las tardes en la biblioteca y las carreras de barquitos de papel en la fuente. Libros y agua; palabras secas, silencios húmedos.

Como quería empezar a pasar en limpio las anotaciones ocasionales que venía acumulando con intenciones literarias, me puse a revisar viejas cajas. Ahí, esperándome, estaba un cartoncito rectangular que certificaba mi delincuencia infantil. Si bien se estaban por cumplir 15 años, no pude evitar sentir que la culpa se me enroscaba en la columna. Eso nunca se lo había contado a nadie.

El hallazgo de un álbum de fotos me sirvió para evaporar aquellos fantasmas. Lo último que vi antes de dormir, fue la pila de papeles y notas, que quedó tal y como estaba, invicta de orden.

Cuando llegué, el Negro y Franco estaban hablando, apoyados en una fotocopiadora. Me preguntaron si me sentía bien, debido a mi expresión adusta.

- Franco dice que aunque no sean monedas de valor, se las van a robar igual. Yo pienso lo mismo.- me informó el Negro.

- No hay problemas – los sorprendí – yo me encargo de eso. Sólo tenemos que combinar cuándo lo hacemos.

- Les presento a Miriam. – dijo el Negro repentinamente. La mujer acababa de entrar con paso lento; traía un libro. La saludamos y, efectivamente como nos contó el Negro, en casi veinte minutos que estuvimos conversando con ella logró impregnarnos un sentimiento similar a la compasión. Nos habló de los libros y su valor formativo, cultural y espiritual. Nos mostró cómo estaba restaurando la tapa del ejemplar que llevaba entre los pliegues de sus manos. Noté que mientras hablaba recorría con sus dedos el contorno de la tapa. Hasta Franco parecía estar interesado en lo que ella contaba (él no lee libros porque, dice, no traen dibujitos). Antes de irse nos saludó con un abrazo a cada uno.

- Che, estás pálido- me dijo el Negro, preocupado.

- Lo decís con envidia – Franco no perdía ocasión para aportar sus comentarios.

Sentía un golpeteo permanente en los costados de mi frente. No quería explicar nada, así que sólo dije que prefería que charláramos en un lugar con más aire.

Nos sentamos en los escalones de la entrada de la Biblioteca (por 25 de Mayo). Hacía un poco de frío. Me dispuse a mirar esos círculos que asomaban, un poco en diagonal, de la pared (¿múltiples ojos del saber? ¿botones del abrigo de cemento que arropa el edificio?). El Negro, ajeno a mis malogrados intentos poéticos mentales, nos contó que antes de llegar a trabajar pasó por la Fuente y vio que la estaban limpiando. Yo había leído en el diario que se iba a realizar un acto de no sé que (leí sólo el titular), en la mañana del martes, frente a la Catedral. Cuando se lo dije, el Negro asintió con la cabeza, agregando que también había visto como descargaban de un camión las gradas grises que la municipalidad usa para las autoridades en las ceremonias oficiales. Nos pusimos en marcha.

Al llegar a San Luis y San Martín encontramos una grata sorpresa: no había nada de agua en la Fuente, estaba limpia y seca. Seguramente la llenarían para el acto.

Después de un duro debate, acordamos que el plan se realizaría a las cuatro de la mañana. Me costó convencerlos sin darles las verdaderas razones del por qué de la fecha. Tenía que ser ese martes.

Cuando el Negro nos invitó a su departamento argüí cansancio, pero prometí que estaría en la Fuente a las 4 en punto.

Fui hasta la ferretería de mi hermana, que justo estaba cerrando. En una bolsa me llevé lo que necesitaba para el plan. Le agradecí a mi cuñado la colaboración. Mientras me despedía, preguntó si me sentía bien (mi cara, evidentemente, afirmaba que no).

En el trayecto hasta mi casa me detuve para comprar un sobre de papel madera.

A las dos de la mañana tenía preparado en una bolsa los pomos, el plato y la cuchara. Quise distraerme leyendo un poco, pero no pude. Tuve calor, pero adentro del cuerpo; afuera, la piel estaba helada. Me latían las sienes.

Decidí por fin ajustar cuentas con mi destino.

“La culpa puede corroer cualquier tentativa de integridad...” dije en voz baja.
Desenfundé.
“… y puede, también, ser un inmejorable motor para intentar militar la ética.”

Lentamente, con mano temblorosa dirigí la lapicera hacia el papel y empecé: “La aparente inocencia de determinados actos infantiles esconde una ineludible profecía: a algunas personas la imbecilidad nos germina desde chicos. Pido perdón. PD: ¡Buenas salenas!.”

No firmé la nota; creí que no haría falta. La guardé en el sobre grande, junto al cartoncito (mi certificado delictivo). Contuve entonces la respiración, me dirigí hasta mi habitación y tomé la evidencia (llevaba años guardada en mi mesa de luz). Metí esa reliquia en el sobre y lo cerré. Me fui a bañar tratando de encontrar una canción que coincidiera con el ritmo que golpeaba en mi cerebro.

A las cuatro estábamos los tres en la Fuente, que afortunadamente seguía seca. No había gente a la vista, así que empezamos a trabajar tranquilos. El Negro tenía la lata de dulce de batata llena de cospeles envuelta en un trapo. Yo llevé el resto de los materiales.

Cuando saqué los elementos mis amigos comprendieron. Preparamos el adhesivo, juntando las pastas de los dos pomos sobre el plato. Como el pegamento era de secado rápido, uno untaba los cospeles y los otros dos los íbamos apoyando contra el piso, y luego los aplastábamos con las rodillas (trabajamos casi acostados para evitar ser vistos desde afuera.)

- ¿Muchachos….puedo oler un poco? – preguntó un linyera, asomándose de pronto a la Fuente. El Negro, al ver que estaba completamente borracho, le dio un puñado de cospeles y lo mandó a comprar vino. El hombre desapareció al instante.

- Debe ser el papá de suela de vereda- comentó Franco, mientras todos tratamos de contener la risa química.

Dimos por terminada la tarea al agotar el pegamento. Recién cuando salimos de la Fuente vimos que la habíamos tapizado casi por completo.

Como la ceremonia municipal no empezaría hasta las 8 (el Negro pidió entrar una hora más tarde a su trabajo), nos fuimos a bañar y cambiar de ropa, citándonos en ese mismo lugar a la hora del acto (la cabeza me dolía cada vez más.)

A las ocho menos cuarto tomé un taxi. Le di la dirección pidiéndole que cuando llegáramos me esperara en la puerta. Dejé el sobre, no sin temblar mientras lo hacía, y volví al taxi. Me bajé en Luro y Mitre y llegué caminando a encontrarme con mis amigos. Había mucha gente alrededor de la Catedral. La pileta celeste estaba funcionando; tiraba agua por ese penacho indescifrable con múltiples puntas y por sus tres platos.

Fuimos a un café cercano y nos acomodamos en una mesa que favorecía la vista a la hacia nuestra obra de arte.

Primero fue una mujer robusta, después un nene con la mamá; al rato todos los que pasaban por ahí se detenían a mirar el interior de la Fuente, alfombrada con pecas de metal. Un hombre alto y canoso, poniéndose de espaldas arrojó una moneda al agua. Sin saberlo, acababa de bautizar nuestra tarea.

Una tonta emoción nos visitó.

- Por los actos que nos hacen morir un poco menos… -propuso Franco, alzando su pocillo.

- ¡Salud! – contestó el Negro.

No pude evitar pensar que a esa hora Miriam estaría abriendo el sobre con mi nota, con mi carnet de socio, y con el libro de Cortazar, retirado de la Biblioteca hacía exactamente 15 años.
Las sienes ya no martillaban.

- ¡Salud!- dije, y me abracé con mis amigos.

domingo, 23 de noviembre de 2008

1. ÚLTIMO MOMENTO...





Recién llego. Me encontré con las calles del centro cortadas. La policía está vallando todo el sector. Hay gritos, bocinazos y puteadas. Al principio pensé que era el homenaje a Juan Curuchet, que llegó hoy a la ciudad con su Medalla de Oro, pero no es eso. Es ahí arriba, en la punta del edificio, está mi amigo Franco con la remera llena de sangre. Se quiere matar y estos hijos de puta no me dejan pasar. Nadie me ayuda... no sé qué hacer.


Hace un rato me llamó Franco. Dijo que se le había ocurrido la idea de matarse y cortó. Primero pensé que era una broma, pero como no volvió a atender el celular, lo llamé al Negro y le conté. Quedamos en que veníamos para acá. Y vengo y me encuentro con esto. No lo puedo creer, no puede ser. Hablo solo y puteo y es la primera vez que nadie me presta atención al hacerlo.

Está lleno de camionetas de canales de televisión. Hay móviles de varias radios trasmitiendo. Los edificios de la cuadra tienen los balcones repletos de mirones. Les faltan los pochoclos.

El Negro me dijo que estaba en camino, y que Franco tampoco le contesta las llamadas.

Dos policías me obligaron –de muy mala manera- a alejarme, debido a mi insistencia. Una mujer bastante mayor, vestida con bata de toalla (tiene ruleros puestos) al ver mi pelea con la policía me dice que se llama Ramona, que ella los llamó y que la juventud está perdida. Acto seguido empieza a llorar. Y a mí qué carajo me importa, pienso, pero no se lo digo porque me recuerda a una de mis tías.

Me acomodo los anteojos para mirar hacia arriba y se me congela el esternón: Franco está sentado en el borde, con las piernas colgando. La puta que te parió, qué mierda tenés en la cabeza, estúpido. Atendeme el celular… ¿tendrá el celular?

La vieja del batón llora como si le estuvieran arrancando las uñas y solamente por la vergüenza ajena que me produce yo no lloro. Me tiemblan las manos cuando llamo al Negro para avisarle que lo espero dentro del café de Adalberto, en la peatonal, que ahí no hay nadie. Fumo un cigarrillo tras otro. Se va a tirar, gritan. Todos empujan a todos. Nadie se quiere perder el espectáculo, el morbo en directo. No sé qué hacer. Están retirando los autos y los taxis que paran justo debajo del edificio. Alcanzo a escuchar a un taxista que le protesta al inspector de tránsito diciendo que él no tiene la culpa de lo que pasa, mientras mira las cámaras y sonríe. ¿De qué se ríe el imbécil?


-¿De qué te reís, pelotudo? - le grito, pero no me escucha o no le importa.

Tengo un gusto horrible en la boca. Escupo sin parar mientras veo que los bomberos están inflando una colchoneta grande, pero no más alta que la camioneta del canal de cable.

-Esto termina mal- grita Ramona para las cámaras y llora, cobrando un protagonismo inaudito – termina mal…

sábado, 22 de noviembre de 2008

2. UN DÍA DE MIERDA

Una oleada de viento repentino ingresó por la ventana, desparramando en su pecho el contenido del cenicero que tenía sobre el abdomen. Maldijo sin pausa el clima de la ciudad (siempre estuvo en desacuerdo con que a Mar del Plata se la llamara “La feliz”).

Dejó el control remoto -que estaba envuelto en distintas cintas adhesivas, producto de reparaciones caseras urgentes- sobre la mesita en la que acababa de cruzar sus pies, y con un quejido se incorporó para ir a cerrar la ventana. El cielo tenía el mismo color que el asfalto de la avenida Luro que, más abajo y hacia la izquierda, aparecía ocupada apenas por algunos colectivos con techo de membrana plateada. Un poco más allá se veía de frente el contorno del continente, en el segmento que ocupan la playa Popular y Punta Iglesias. A la derecha, la peatonal San Martin lucía semi desierta.

Le costó cerrar la ventana de madera vieja, hinchada por la humedad. Renegó nuevamente por el mal tiempo, por la ciudad e incluyó también a las palomas que elegían su balcón para suicidarse, y a la vida en general.

Franco se desplomó sobre el sillón, junto a su mal humor y encendió el televisor. La imagen que apareció en el artefacto era indescifrable y con el sonido entrecortado. Esta vez se maldijo a sí mismo por no haber aceptado el plan de antena colectiva que le propusieran en la reunión del consorcio, optando por su clásica -y hasta acá efectiva- antena individual rítmica, que golpeaba el cable contra la fachada del edificio al son del viento.

Antes, ya había probado todos los sistemas: el “agro-textil interior” (una papa con dos agujas de tejer), el “repostero-satelital” (una budinera abollada, con infructuosas intenciones de radar), y hasta el desquiciado “asador- parabólico- coaxil” (una parrilla enlozada con cables soldados con estaño a martillazos). Así que terminó usando el cable que apareció colgando junto a la ventana una tarde de viento (ese día conectó el televisor al cable aparecido sin mucha esperanza y descubrió que funcionaba relativamente bien. Hasta hoy).

Con los ojos resignados, enfocando la pantalla llena de rayas horizontales, recordó haber leído esa mañana en una revista vieja que “hay días malditos, jornadas execrables en las que es mejor la inactividad total, para no tentar al destino, puesto que cualquier cosa que se emprenda, por mínima que sea, saldrá indefectiblemente mal; ni siquiera puede uno masturbarse a gusto, ya que no será extraño que al rato, nuestra ex novia -quien nos ha abandonado hace años, sin darnos ninguna explicación- regrese, recién embarazada”.

No obstante el recuerdo del artículo, se supuso la excepción de la regla enunciada en la publicación. Descolgó el espejo del baño, y lo colocó sobre una silla, frente al televisor. Él se ubicó detrás del aparato, y fue chequeando el reflejo de la imagen, toda vez que tocaba la ficha de conexión.

Desafiando cualquier superstición, el espejo fue deslizándose por el asiento hasta caer y estallar, a la par de la ira de Franco.

-La concha de mi hermana – gritó, pateando la mesita que estaba frente al sillón. Miró con desprecio los restos del control remoto caído junto con los adornos que poblaban la mesa recién regada de trozos de espejo.

Tomó un destornillador y una pinza del cajón del aparador, los colocó en el bolsillo de su bermuda, y salió del departamento, mientras se acomodaba el teléfono celular en el cinturón. Omitió el ascensor. Caminó hasta la escalera, subiendo sin frenar los siete pisos hasta el lavadero. Allí, transpirado, se encontró frente a la puerta que se antepone a la azotea. Tal como lo supuso, la puerta estaba cerrada con llave y sin picaporte, ya que la terraza de ese viejo edificio llevaba mucho tiempo sin estar disponible al uso general.

Intentó abrirla con las herramientas que llevaba en el bolsillo, sin obtener resultados positivos, lo que lo encolerizó aun más. Pensó que sus insultos actuarían intimidando el metal, haciéndolo dilatarse; pero la puerta ni siquiera se arqueó con las violentas patadas. Sonaba demasiado sólida como para abrirse.

La situación desfavorable no lo amedrentó. Empuñando una pinza, rompió el vidrio de la pequeña ventana existente arriba del piletón del lavadero. Como obedeciendo el dictamen de no desentonar en la jornada, un pedazo de vidrio obsecuente le cayó sobre la mejilla, cortándola sin demasiada profundidad, pero con la suficiente precisión como para lograr que la sangre comenzara a brotar.

Mientras su remera blanca se manchaba con lágrimas rojas, trepó hasta la ventana, y por ella salió, no sin dificultad, hacia la cornisa. Afuera, el cielo continuaba gris asfalto.

Franco estimó que para alcanzar la parte más alta de ese viejo “edificio de mierda” debería caminar unos cinco metros casi colgado por la cornisa de veinticinco centímetros de ancho, para asirse de un caño saliente y trepar por ahí, haciendo pie en pequeñas salientes de metal (¿antiguos escalones mal cortados?) hasta poder tomar el caño mayor y estirarse hacia la base del resquebrajado tanque de agua, en donde estaba enclavada la maldita antena de su televisor.

Ahí tuvo la idea. Ingresó nuevamente por la ventana al lavadero y corrió por la escalera hasta su departamento. Llenó una mochila con todo lo que creyó necesario y volvió a subir. Se colocó la mochila de manera que le quedara de frente y dio un salto que le permitió subirse a la cornisa. Ahora debería caminar despacio, con la espalda pegada al tramo último de la fachada, que se elevaba casi tres metros sobre él.

Al segundo paso oyó un crujido: un murciélago, seco, yacía debajo de su pie. Odiaba esas ratas con alas, por lo que se regodeó al hacerlo crujir nuevamente.
Trepó despacio, asustado, sin mirar hacia abajo. Una bufanda de vértigo le envolvió la garganta cuando finalmente logró subir al tanque. La suya era la única antena ahí arriba. Se sentó en el borde y tomó el celular.

Cuando atendí la llamada escuché que Franco me decía agitado:
-Estoy en el tanque de agua de mi edificio. Subí para arreglar esta antena de mierda y se me ocurrió la idea de matarme.

Y cortó.

viernes, 21 de noviembre de 2008

3. QUE EMPIECE EL SHOW





El gato emitió un quejido al verla acercarse con una jarra y una cubetera en las manos. Ella avanzó hacia la mesada, en donde tuvo que estirarse hasta la mucheta de la ventana para tomar su planta predilecta. La regó con agua helada y luego colocó los trozos de hielo sobre la tierra, sin que hagan contacto con los tallos. El gato aguardaba que terminara para volver a su cálida siesta. Ramona optó por cambiar la maceta de lugar, ya que la ventana permitía el ingreso directo del sol, preferido por el gato, pero altamente perjudicial para la Violeta de los Alpes, blanco de halagos de las vecinas que la visitaban a menudo. Su habilidad y dedicación en el cuidado de las plantas era solo comparable a su afición y destreza por la cocina vegetariana y el chisme barrial.

Llevó la maceta hasta un rincón reparado, en donde la luz era menor durante todo el día. El balcón simulaba a un pequeño vivero, con toques de huerta doméstica, en la que no faltaban los almácigos de perejil y lechuga morada en cajones, los plantines de albahaca y hasta un arbusto de romero, enclavado en lo que fuera alguna vez un tarro de leche. Esos aromas, mezclados con los del incienso, los jazmines y la menta, ejercían el dominio del aire, impidiendo el paso de los gases que los caños de escape de los colectivos espetaban con flotante impunidad.

Inclinada, allí entre la Azalea (alguien le había dicho que las fastuosas flores lilas de esa planta eran venenosas) y el Malvón, se sobresaltó al descubrir un pequeño pájaro muerto.





Todos pisoteaban el suelo aun húmedo. Fernando miraba la escena lamentándose; las pisadas se desparramaban por el lugar y aunque se iban extinguiendo a medida que se alejaban del mostrador, igual debería repasar todos los recorridos antes de que volviera el Comisario.

Cuando le llegó el cambio de destino gritó que “al fin le tocaba una buena racha”. A sus compañeros de entonces les repetía “ahora voy a estar todo el día de punta en blanco, como un señor, sin ensuciarme los zapatos”, y agregaba, burlón: “en el centro de la City está la papa ¡y no hay barro, como en este pantano de mierda!”, riendo a carcajadas.

Ahora recordaba esos momentos, mientras miraba el piso y cómo a su pantalón azul le iban apareciendo lunares blancos; era el tercer pantalón en un mes que se le manchaba con lavandina. Y era la tercera vez, también, que le tocaba limpiar el vómito de un detenido. En este caso, un viejo vagabundo ebrio que habían llevado a pedido de un amigo del Comisario, dueño de una casa fotográfica que solicitó que “le retiraran el harapo de la vereda porque le deslustraba el paisaje”. El “harapo” ingresó y regó el piso con vino barato tibio; automáticamente todos miraron al verdecito.

“Derecho de piso, macho; pero de piso sin barro”, le gritaban socarronamente por teléfono sus antiguos compañeros, cuando él les contaba que lo hacían limpiar el baño o “las lanzadas de esos borrachos de mierda que traen acá”.

Fernando Borges, alto, morocho, aficionado a la práctica de deportes y a la cerveza, 24 años, soltero, nacido en la ciudad de Lobería, llevaba en la policía doce meses, y uno en esa comisaría céntrica de Mar del Plata, en donde no tardó más de una semana en enterarse del manejo de “algunas papas”. La prensa era una de ellas.





El humo de los cigarrillos iba tapizando el cielo raso de la pequeña oficina. La luz de los tubos fluorescentes ponía en evidencia la falta de pintura de las paredes amarillentas y las telas de arañas, que intentaban modelar la redondez en los rincones. Una capa de tierra opacaba el paisaje de un almanaque, cuya fecha de vencimiento ya había sido pasada un año antes. El color de la única cortina, que tal vez habría sido blanca, ahora mostraba un inconfundible tono nicotina apelmazada.

Rodeados de televisores, monitores de computadoras, faxes, teléfonos y tazas con café, el personal escuchaba las malas noticias que el gerente tenía para comunicarles.

- ..y todos vamos a tener que buscarnos otro trabajo. (Se incluyó sabiendo que él seguiría trabajando para ese medio.)

- Señor, –habló Rocío, una de las más nuevas y prometedoras reporteras- ¿podemos saber el por qué?

- Es una decisión de la central de Buenos Aires. Van a dejar a dos o tres como corresponsales, y el resto...

- Pero...
–interrumpió de nuevo la mujer, mientras el resto permanecía en cavilando- nosotros trabajamos bien, cubrimos todo a tiempo, además de cubrir también la zona...

- Si, si, claro. Decíselo a ellos –
gruñó-, que dicen que Mar del Plata genera noticias sólo en la temporada, y en esa época todos los medios están acá establecidos.

- Dígamelo a mí –
se lamentó Rutiño, el encargado de espectáculos.

- ¿Se sabe cuándo cerraríamos? -Preguntó el periodista deportivo. Cundió un prolongado silencio.

- No, todavía no, pero calculo que será este mes. - El gerente terminó de beber el café. Jugaba con una banda elástica entre los dedos. Iba a decir algo, pero habló por el intercomunicador la secretaria de la redacción…





Ramona forcejeó con el gato; la había seguido hasta ahí y ahora intentaba merendarse el pichón de plumas grises. Finalmente decidió retirarlo mediante una patada en el lomo, logrando que el felino se elevara unos centímetros del piso de cerámicos naranjas.

El teléfono, en el living, comenzó a sonar. Cerró la puerta vidriada al ingresar, dejando a su obstinada mascota adentro, impidiéndole el acceso al infortunado gorrión. Varias aves ahora se posaban en el borde del balcón. “Qué solidarias”, pensó al mirarlas y atendió el llamado.

Quién llamaba era la vecina del departamento de al lado, Elvira; una anciana (que también tenía gatos) acostumbrada a pasar los años frente a la ventana y al televisor. La señora –dijo- le había tocado el timbre varias veces sin conseguir que la atendiera. Ramona se disculpó argumentando que estaba bañándose, pero la verdad era que no lo había escuchado sonar; lo haría revisar por un técnico, se prometió al cortar la comunicación. Casi olvida el motivo del llamado de la vecina. Elvira le pidió que se asomara por el balcón a ver lo que pasaba en el edificio de enfrente, porque debido a su poca visión no alcanzaba a distinguir si lo que estaba en la cornisa era un hombre o una sábana volada, como otras veces.

El gato jugaba a golpear con su pata las hojas de un Potus, que asomaban desde una de las macetas del living.

Ramona recordó al desdichado pájaro y tomó la escoba y una pala antes de salir al balcón para poder darle plástica sepultura. Quedó paralizada al mirar hacia el frente: Elvira tenía razón. Vio al hombre parado en la cornisa y en la remera tenía... ¿manchas de sangre?

Gritó al sentir el contacto del lomo del gato contra sus piernas y salió corriendo, desesperada, a llamar por teléfono.





Los almuerzos de su superior solían durar hasta bien entrada la tarde, por lo que no se preocupó en utilizar el escritorio principal. Encendió un cigarrillo.

Mientras jugaba al solitario en la computadora, Fernando pensaba que llegaría el día del arribo de un nuevo policía a quién todos –incluido y principalmente él- le harían pagar el derecho de piso. Y ya no más limpiar baños ni vómitos ni tener que ir a pedir las facturas para el mate a la panadería de la otra cuadra o las pizzas. Para eso estaría el nuevo “verdecito”, como ahora le decían a él, aludiendo a su inmadurez policial.

Se le trabó el juego. Desde la calle llegó el ruido de una frenada de un auto. Cerró el programa y atendió el teléfono, que sonaba desde hacía dos minutos. Tiró el cigarrillo dentro del cenicero, sin apagarlo, y comenzó a anotar los datos que le pasaba la operadora central.

Antes de avisar por la frecuencia de radio, tomó el teléfono y marcó un número.

- Papita...- murmuró para sí, mientras una voz le decía que esperara unos segundos – ...una papita.





Rocío fue corriendo hasta el teléfono. En el breve recorrido encontró rostros apesadumbrados, y hasta vio a alguna compañera llorar por el inminente despido. Atendió la llamada advirtiendo:

- Más vale que esta vez sea algo bueno.

- Más te vale a vos, nena, que esta vez me pases lo que me corresponde. El otro día me largaste duro y eso que era una posible toma de rehenes. Ni una moneda al primo, muñeca. Decile a tu jefecito que no sea rata y se ponga con la de hoy.

- Si, toma de rehenes, pelotudo; -recordó ella - era un empleado que le quiso pegar al dueño porque le debía el aguinaldo. Casi me echan por esa boludez. Dale tarado ... ¿qué tenés?

- Anotá: un tipo ensangrentado en una cornisa... ¡qué titular muñeca!, en Corrientes y la peatonal. Decile a tu jefe que me pague al toque que estoy hasta las bolas con el alquiler.

- Le digo,
- mientras anotaba- le digo. Te veo allá. Chau.

Cortó la comunicación. Volvió corriendo a la oficina con el pedazo de papel en la mano y se lo dio al gerente, a quien se le transformó la expresión de golpe. Tomó el teléfono y mientras marcaba un número dijo a los gritos:

- Rocío, salís en directo. Lucite nena, llegá con la cámara prendida desde unas cuadras antes que yo ya conecto con Buenos Aires y lo confirmo. Ya van a ver estos forros como Mar del Plata genera noticias.

La orden desde Buenos Aires fue la esperada: que empiece el show.

jueves, 20 de noviembre de 2008

4. NO PUEDE SER



A Ramona se la llevaron recién entre varios. Tuvo un ataque de nervios que, por supuesto, fue filmado segundo a segundo, hasta en las partes en las que se le abría escandalosamente el batón. La escena estuvo rodeada de gente levantando teléfonos celulares para sacarle fotos. Seguro que después las suben a Internet, mientras Franco sigue allá arriba y nadie lo baja.

Se nota que los policías y los bomberos no se ponen de acuerdo en cómo deben proceder. Hacen gestos, discuten y cada tanto miran hacia arriba. Di la vuelta para rodear la multitud y llegué hasta uno de los policías que parece estar a cargo. No me permitieron hablarle. Me sacaron nuevamente, pero esta vez ligué algunos golpes más, supongo que inspirados en mis insultos y protestas. Me duele la boca; sangra. El Negro tarda en llegar como si viniera gateando y yo que no sé qué hacer.

No logro asimilar lo que le sucede a Franco, qué le pasó para tomar una decisión así. No lo entiendo y cada vez que quiero tratar de razonar con calma algo altera el orden de mis pensamientos.

Me apoyo en el caño del semáforo para calmarme y veo pasar a mi lado a un grupo de chicos jóvenes con una imagen de la Virgen. Van rezando el Rosario y se acomodan –sin interrumpir las plegarias – junto al kiosco de diarios. Llevan rosarios y una imagen de la Rosa Mística.

¿Esto está pasando en serio? Pienso en los familiares de Franco que viven en España y también me dan ganas de rezar, pero ahora me desconcentra el paso de una insólita caravana por la peatonal que va esquivando canteros, personas, bancos y tachos de basura. Pasa una camioneta de los bomberos, una ambulancia, un auto con el logo en la puerta de defensa civil, pibes en bicicleta, policías en moto y cerrando el desfile… un carro pochoclero.

No entiendo cómo en tan poco tiempo todo el lugar está tomado. Hay grupos de estudiantes, mezclados con los comerciantes de la cuadra. Los encargados de los edificios están en una esquina, todos juntos. Por detrás de ellos aparecen más policías. Los policías hablan entre sí y ríen. Los miro y me duele la boca de nuevo.

De pronto pasan corriendo a dos chicos muy jóvenes, perseguidos por un hombre mayor con una bolsa en la mano, que grita que le robaron la billetera. Los policías no hacen nada y vuelven a reír entre ellos. Un camarógrafo que viene hacia el hormiguero humano sigue la corrida de los ladrones y el veterano desvalijado. La chica que viene con él casi al trote, hablándole al micrófono, lo codea para señalarle la punta del edificio. Entonces la cámara apunta hacia Franco.

Algunos gritos desvían la atención general hacia la esquina de la heladería. Ahí se ven movimientos y forcejeos. Hay empujones y trompadas entre los enviados de los medios de prensa, que buscan una mejor posición a fuerza de golpes. Estos tipos se creen con más derechos que los demás y eso, sumado a la prepotencia con la actúan, armó la gresca, similar a la de los estadios de fútbol. Ahora sí los policías intervienen para separar con escudos y salir en la tele. Iría a meterme para ver si logro pegarle a uno, pero prefiero ir para otro lado. No me siento bien.

Camino hacia el café, abriéndome paso sin delicadeza. Paso por donde está la loca de la cuadra –así se la conoce y se la nombra - sentada en un cantero haciendo sus artesanías en alambre mientras se fuma un porro como si nada pasara.

Me cruzo con tres gitanas viejas y gordas. Me detienen para pedirme cigarrillos a cambio de leer mis manos. Las mando a cagar a los yuyos y sigo caminando a los empujones. Qué mal me caen los gitanos. Todo me cae mal y la sangre que me sale de la boca me está haciendo sentir mareos. Logro entrar al café, que por suerte está vacío. Desde la puerta saludo a Adalberto levantando una mano y la veo temblar. Trato de llamar al celular de Franco. Una mezcla de bronca y tristeza me van bordando las ideas. Dejo la vista fija en mis dedos que tiemblan… y Franco que no contesta el celular y yo que lo cagaría a trompadas ahora mismo, a él, a la policía, a los periodistas, y pondría una bomba en la peatonal para que exploten por el aire las viejas chusmas, las gitanas, el boludo que está vendiendo pochoclos…

-La puta madre que lo parió, no puede ser...- saluda el Negro, llegando al café, justo para ver mi desmayo entre las sillas.

miércoles, 19 de noviembre de 2008

5. AHORA TE LLAMO



Desperté a punto de ahogarme con el agua que me tiraba el Negro en la cara. Me dolía la nuca. Entre el Negro y Adalberto -amigo nuestro y dueño del café- me sentaron, dándome agua, esta vez para que la tome.

-Qué maricón resultaste…- dijo el Negro, tomando un sorbo de gaseosa, que vomitó ahí mismo.

-Pero si Franquito es un pibe bárbaro, che, qué mierda le pasa… - indagó Adalberto al rato, mientras limpiaba el vómito con un trapo sin hacer una sola mueca de asco (este tipo es un amigo, pensé al mirarlo).

-No sabemos nada. Se le salió la cadena... – arriesgó el Negro, que no ocultaba sus lágrimas- …me quiero morir.

-Y a vos se te salió el estómago, querido – bromeó para darle algo de ánimo y dijo, con gesto más serio: …sigan probando con el teléfono de Franquito. Van a ver que ya los va a atender.

Efectivamente, seguimos llamando al celular de Franco pero no atendía. Dos veces dio ocupado y nos desesperamos en cortar, creyendo que él se quería comunicar en ese momento. Pero no. Sólo sonaban los celulares con requerimientos de nuestros familiares y amigos para saber qué pasaba. Y no teníamos respuestas.

Todo estaba sucediendo tan rápido que no lográbamos procesarlo con tranquilidad. ¿Qué hacer?

El Negro me preguntó si me sentía bien. Me sentí mal, pero asentí. Entonces arrancó un breve repaso en voz alta de la vida de Franco, tratando de encontrar una grieta que nos explique cómo llegó a esa decisión. Yo iba aportando detalles que al Negro se le escapaban, cosas sin importancia pero graciosas. Reíamos cada tanto con más nervios que ganas. Llegamos con el resumen de la biografía hasta dos días antes, cuando jugamos juntos al fútbol. Terminamos ganando con un golazo de Franco, que se fue de la cancha con su buen humor habitual.

-Si hasta cuando me llamó hace un rato para decirme que se le ocurrió matarse tenía la voz y el tono de siempre- dije yo, desconcertado.

En la vereda la gente se amontonaba alrededor de los noteros de los canales de noticias que trasmitían en directo. Podíamos verlos en simultáneo a través del vidrio y por la televisión que estaba encendida dentro del café. Muchos estúpidos se asomaban por detrás de los cronistas y saludaban.

Al paisaje se le agregó un helicóptero que sobrevolaba la zona a baja altura, sumándole ruido de fondo al descontrol general. También vimos por televisión –atónitos- que desde una ventana del edificio de Franco, a la altura del sexto o séptimo piso, se desplegaba una bandera con la publicidad de una inmobiliaria, anunciando ofertas para la próxima temporada y grandes descuentos con la sola mención del slogan que aparecía escrito debajo.

-Mirá qué hijos de puta…

Adalberto, indignado, fue hasta el televisor y empezó a cambiar de canal reiteradas veces. En la mayoría de las emisoras estaban tratando el tema del “Suicida de Mar del Plata”. En una de ellas, vimos que Franco hablaba por su celular ¿sonriendo? El zoom del camarógrafo permitía ver una leve sonrisa y un corte en la cara, además de la remera con grandes manchas de sangre. ¿Con quién hablaba? Miramos nuestros teléfonos sobre la mesa, chequeando una y mil veces que tuvieran señal y batería. Pedimos a los que nos llamaban para preguntar que se abstuvieran por un par de horas. En los momentos en los que no hablábamos, yo rezaba y creo que el Negro también.

-Negro, algo tenemos que hacer –dije-, porque la policía…

Me silenció un bocinazo parecido al de un tren, que hizo temblar los vidrios del local. Las cámaras y las cabezas enfocaron a un camión con grúa gigante que venía avanzando entre la muchedumbre por la calle Corrientes. Supuse que pertenecía a los bomberos, ya que las escaleras que habían traído no llegaban ni por asomo a la mitad de la altura en la que estaba Franco. Me equivoqué. La grúa fue alquilada por el canal de noticias más sensacionalista (el de mayor audiencia), tal como lo señalaban los afiches pegados en las puertas del camión. Esto era un espectáculo en vivo que nadie se iba a perder.

-No podemos quedarnos acá sin mover un dedo…

No terminé la frase porque enmudecí al escuchar la música de aviso de mensajes de mi celular.

Leí “Mensaje Multimedia de Franco”.

Se lo mostré al Negro y quedó blanco. Lo abrí rápido, desesperado. Decía: “Mirá como se ve desde acá. Ahora te llamo. No me llames”.

Y había una foto tomada con su celular.

martes, 18 de noviembre de 2008

6. TIRATE POR FAVOR


La cobertura en directo a nivel nacional estaba en marcha. Todos los canales trasmitían lo de Franco. Con el Negro dejamos de ver el mensaje en el celular, que tratábamos de desmenuzar una y otra vez, para mirar el móvil en directo. La periodista de nombre Rocío (joven y hermosa) con una hoja de papel en la mano, decía:

-“Seguimos en directo para todo el país desde la ciudad de Mar del Plata. Para que la gente se ubique, estamos en la Peatonal San Martín, a dos cuadras de la costanera…”

-La costa, piba, acá es la costa. En Buenos Aires se dice costanera… – se quejó Adalberto de pronto - …estos no saben un carajo.

“…y por lo que pudimos averiguar hasta ahora, quien está ahí arriba es un joven de 28 años llamado Franco. No sabemos el apellido. Se lo puede ver sentado en el borde del edificio, con los pies en el aire. Tiene manchas de sangre en la remera y el rostro, no sabemos la gravedad de las heridas pero suponemos que se las hizo él…”

Las imágenes y el relato en tono de tragedia eran acompañados por música de suspenso.

“… Se puede ver que el joven está con un teléfono celular en la mano. Estamos tratando de conseguir el número para poder comunicarnos, para tratar de persuadirlo. Aparentemente este muchacho viviría en ese edificio, por lo que la policía está indagando a los vecinos y tratando de acceder a la terraza. Vamos a acercándonos a la entrada del edificio…

El camarógrafo trastabilló un poco antes de llegar a donde estaban un grupo de policías hablando con alguien.

“… Vemos a los oficiales hablando con un señor, parece que es personal del edificio… señor… señor un segundito por favor… estamos en directo ¿usted trabaja acá? ¿conoce a Franco?”
-Trabajo acá yo, si querida. Soy el encargado…


-¡Miralo a Ángel!
– dijo el Negro, y se puso de pie para acercarse al televisor.

-¿Sabe qué pasó, porqué se quiere quitar la vida? ¿No hay forma de llegar hasta ahí para bajarlo? ¿usted tiene el número de teléfono del joven?

- No sé nada, qué se yo… es un chico normal, educado, vive acá desde hace cuatro años más o menos, muy macanudo, muy respetuoso, vive en el departamento que le dejó la tía, una mujer bárbara, pobre, las pasó todas con esa enfermedad, la familia de él creo está en el extranjero, si viera lo que la cuidó este chico a la tía, siempre vino a verla, hasta el final, era el que más bolilla le daba, le miento si le digo algo malo…

- ¿Y esa enfermedad de la tía puede haberlo afectado a él? ¿se lo veía raro últimamente?

- No, el pibe está fenómeno, yo lo vi ayer y andaba como siempre, es un chico alegre, muy jodón como quien dice.

- Vemos que está ingresando personal policial ¿van a intentar bajarlo?

- No van a poder, yo recién vengo de ahí… lo que pasa es que está subido a lo que era el tanque de agua anterior, que no se usa más hace rato. Se conoce que subió por el lavadero pero hay que estar loco para ir por ahí. Acá se hizo otro tanque más abajo porque la municipalidad los obligó porque se iba a venir abajo ¿entiende? así que se cerró el paso ahí, se anularon las cañerías y se cambió al patio que está tres pisos más abajo, con la antena nueva, en la otra terracita que se ve allá. Para cerrar las puertas del lado de afuera hubo que levantar pared de concreto y ahí si cerrar la puerta y soldarla porque sino no lo habilitaban…
-Ángel tomo aire y concluyó: - …no van a poder subir

- Y menos esos dos gordos… – comentó Adalberto, aludiendo a la dupla de policías que aparecían en la imagen, ciertamente obesos.- …primero que le aflojen a la pizza de por vida.

-No van a poder… -retomó el encargado, entusiasmado con la cámara- …pero póngale que pasen, que tiren abajo las paredes y corten los metales, yo quiero saber cómo van a subir desde ahí hasta el tanque, si tienen como tres pisos para arriba. Antes ahí había una escalera de hierro amurada pero también se sacó y ahora no hay nada. Dígame cómo van a subir una escalera de como diez metros hasta ahí, eh…

-¿Y entonces cómo subió? –
pregunté en voz alta. La periodista preguntó lo mismo. Ángel respondió: “seguro que trepó por el lado de afuera, una cosa de locos, querida. Hay que estar mal del marote para hacer eso.”

En ese momento la cámara giró y, mientras la cronista agradeció al encargado por su “testimonio exclusivo”, en la pantalla podía verse como la imagen ahora se acercaba a la vereda de enfrente, en donde un grupo de ocho o diez chicos (y chicas) gritaban a Franco:

-Tirate, tirate por favor… saltá ahora…

-¿Y estos pelotudos? –preguntó el Negro, encarando hacia la puerta de salida del café- …los voy a cagar a trompadas ya.

lunes, 17 de noviembre de 2008

7. DE SABIONDOS Y SUICIDAS


Afuera, ajenos, los chicos corrían gritando detrás de una pelota de cuero, a la que habían rellenado con trapos y bollos de papel, antes de coserla con hilo amarillo. Cuatro piedras oficiaban de arcos, en una cancha asimétrica que contenía dos árboles, un canasto para la basura, tres canteros, baches, perros y un auto abandonado.

Adentro, el volumen del televisor intentaba acallar al de una radio que, desde alguna casilla vecina, aullaba una cumbia imposible. Del piso brotaba vapor grasoso.

-Mirá gorda, ahí están hablando del chabón este de la terraza del edificio – dijo Ricardo, mientras se pasaba la mano por la boca, a falta de servilleta y delicadeza.

El programa televisivo, que estaba dedicado a Franco, mostraba imágenes en directo. Los panelistas invitados (cuatro en total), a su turno iban exponiendo sus conocimientos, todos aparentemente relacionados con el caso.

-¿Y ya lo bajaron o no?- preguntó la mujer, que estaba lavando ropa en la pileta del baño.

- Qué sé yo… no sé… pará que ahí está hablando un tipo...

Un hombre, peinado hacia al costado con fijador (buscando tapar una avanzada calvicie), explicaba el gráfico que aparecía al costado de la pantalla:

- El joven pesa aproximadamente 80 kilos (en realidad Franco no llega a pesar 70), y se encuentra a una altura de 28 metros, ¿verdad?... –intentó corroborar con los demás invitados, que asintieron con un movimiento de cabeza (tampoco era correcta la altura, pero evidentemente ya había hecho sus propias estimaciones). Continuó, mientras hacía una cuenta en una pizarra blanca:

- ... por lo tanto tiene una energía potencial de 2240 kilográmetros, o 21952 joules, estimados en sistemas Técnico o en Simela respectivamente.

- ¿Qué dice? no escucho un carajo desde acá–
se quejó la mujer, entre fregada y fregada.

- Shhh, callate querés. Cuando termine te digo- protestó Ricardo, mientras con una mano intentaba disolver la asamblea de moscas que se había congregado espontáneamente sobre su plato.

- Ahora bien. El tiempo de caída libre –la palabra caída coincidió con un primer plano de Franco – sería de 2,4 segundos. –Hubo un murmullo en el estudio.

- En el momento de la caída libre, la aceleración es de la gravedad...

- A nivel del mar –acotó el ingeniero invitado, que vestía camisa amarilla y pantalón gris.

- Correcto. Entonces, si usamos la fórmula “gravedad es igual a 9,8 metros sobre segundos al cuadrado”, sabremos que la velocidad final adquirida, es decir, justo antes de tocar el suelo – otro murmullo- , es de 84,34 Kilómetros por hora, con una fuerza de caída de 799,97 kilogramos-fuerza.

Los chicos, en la calle, gritaron un gol. El panelista terminó su informe y el conductor anunció una pausa en el programa, que dio lugar a los avisos comerciales. Desde todas partes martillaba la cumbia, con un imperdonable estribillo. Ricardo se sirvió vino y permaneció pensando, serio, sin hablar.

-¿Y, qué dijo el tipo de la tele? – insistió la voz desde el baño.

- Lo mismo que digo yo: que si el pibe se tira se hace mierda.

domingo, 16 de noviembre de 2008

8. UNA BOMBA DE TIEMPO





¿Y estos pelotudos? –preguntó el Negro, encarando hacia la puerta de salida del café- …los voy a cagar a trompadas ya.
Lo seguí. Antes de salir le pedía a la carrera a Adalberto que nos guardara lo que teníamos sobre la mesa.

Era increíble ver cómo había cambiado el paisaje afuera en tan poco tiempo. En los balcones ahora los vecinos estaban con reposeras y sillas. La gente en la peatonal se había multiplicado. Me costó seguirle el paso al Negro, que corría hacia donde estaba la mayor concentración de personas. Mientras forcejeaba para poder pasar, un cigarrillo encendido pegó en mi hombro y una escupida monumental cayó sobre la frente de un policía. Levanté la cabeza y vi a dos obreros –pintores - que tomaban mate en un andamio colgado en el edificio lindante con el de Franco. Reían.




Algunas palomas merodeaban el tanque de agua. Desde la acera trepaban los gritos y un rumor permanente que, mezclado con el ruido del mar, componían una confusa banda de sonido.

Franco notó que el volumen de las voces aumentaba cuando él se movía. En realidad, cualquier ademán suyo era acompañado por la más variada gama de exclamaciones, que a veces le llegaban con nitidez.

Siempre bromeó con sus amigos, jactándose por tener mucho “carisma convocante”. Ahora, al recordar eso, no le causaba gracia alguna ser el centro de la atención de tanta gente. Pensó en las últimas horas y en cómo la situación se le había escapado de las manos. Era la primera vez en casi 29 años que sentía ganas de dejar de ser, de terminar su existencia. En ninguna otra circunstancia de su vida había querido salirse. Siempre sobrellevó los peores momentos con envidiable aplomo. Nunca nadie lo vio llorar.

Venían ahora a su memoria las palabras de su última novia, segundos antes del portazo: “o no tenés sangre o sos una bomba de tiempo”…




Al acercarnos al tumulto mayor, una madeja de cables y cuerpos, escuchamos los gritos dolorosos de los chicos, mientras los policías los rodeaban para protegerlos de otro grupo–al que con el Negro nos quisimos sumar inmediatamente- que luchaba para llegar a golpearlos hasta que callaran.

En medio de la revuelta, la periodista entrevistaba a quién hacía de vocero de aquella minoría chillona. Desde el costado, para la avenida Luro, llegaba el sonido de música y aplausos. Otro amontonamiento de chicos entonaba canciones de burla como en un estadio de fútbol. Aplaudían y tomaban fotos con teléfonos y cámaras. Ahora con el Negro no sabíamos a cuál de los dos grupos pegarle primero.

-Nosotros sentimos que Franco es nuestro referente ¿viste? nos enteramos por una cadena de mails lo que pasaba y vinimos a apoyarlo en su decisión… Franco es emo a full –decía uno de los pibes al micrófono, con la mitad de la cara tapada con un flequillo en diagonal.

-¿Y qué es ser emo? – la periodista sabía la respuesta, así como también que AHÍ estaba la nota.




Franco ahora recordó no haber llorado durante la enfermedad de su tía, ni cuando murió. En el velorio y el entierro estuvo serio, dolido; sus amigos le decían que parecía anestesiado. “No lloro porque estoy seco por dentro, fue lo que les respondió. Y repitió la frase de ahí en más en todas las situaciones en las que se le preguntó al respecto.

¿Qué sabían ellos? ¿qué sabían todos? Nada. Nadie tenía idea de lo que sentía él. Nadie. Todos le halagaban el buen humor, lo ponían de ejemplo cuando la conversación merodeaba el tema de cómo tomarse la vida, cuando había que recomendar actitudes frente a los altibajos, ahí aparecía su nombre, a la cabeza de los optimistas, el refutador de malasangres… ¿qué mierda sabían todos? No sabían nada. No estaban en sus zapatos para sentir el hueco que lo ocupaba, para paladear la sensación de tragar saliva seca, para pasar noches completas tratando de cerrar la grieta que lo cruzaba de lado a lado, esa rajadura en el alma por no encontrar sentido a las cosas de su vida -no tan lejos de los 30 años- por no hallar sentido en la vida de otros, sin saber qué hacer…




-Nos guiamos por los sentimientos y las emociones ¿viste? La sociedad te aparta, no te entiende, no te contiene… y eso te hace sufrir…

-Dejá que te agarre yo y vas a tener algo en serio para sufrir, pelotudo –
dijo el Negro, forcejeando con dos policías que le impedían el paso.

Una de las chicas que estaban con el grupo de los que cantaban burlándose de los emos, se acercó hasta la periodista, que le preguntó porqué estaban ahí.

-Nosotros somos Floggers. Tenemos estética a pleno. No nos bajoneamos como los emos, que son todos pálidos y ni siquiera se ponen de acuerdo porque…

Lo irritante de escucharla hablar era superado solamente por la forma en que mascaba un chicle rosa mientras enumeraba:

-…hay emos freaks, skater-punks, fashioncore, emo-posers… en definitiva… no existen…go home.

-Vamos –
le dije al Negro, tirándolo del brazo.
-Esto es un circo. No tenemos que estar acá.

-Dejame que le pegue a alguno aunque sea,
–me pidió, serio- si no me descargo creo voy a explotar…




Arriba, Franco repitió en voz baja “o no tenés sangre o sos una bomba de tiempo”.

sábado, 15 de noviembre de 2008

9. A BRILLAR, MI AMOR


Le dije al Negro que teníamos que irnos al café. “Nos va a llamar Franco” prometí, con más esperanza que certeza. Recién ahí mi amigo desistió de golpear a alguien y me enfiló hacia lo de Adalberto. Hay que decir que sus modales para abrirse paso entre la caterva no fueron de los más elegante, pero sí efectivos; llegamos bastante rápido. La multitud ya ocupaba completamente la vereda del café.

-Los vi en la televisión… – dijo Adalberto, mientras nos daba nuestros celulares, mi cuaderno y la lapicera plateada que llevo conmigo hace años -¿le pegaron a alguno de esos boludos?

El Negro negó con la cabeza. No había en los teléfonos ninguna llamada de Franco registrada.

De pronto, como si las hubieran metido a patadas, entraron tres chicas al local, acomodándose la ropa levemente corrida (la pelirroja -vestida como para la elección de la reina del mar- se peinó mirando su reflejo en el vidrio). Eligieron una mesa al lado de la nuestra y le pidieron a Adalberto dos lágrimas y un agua mineral sin gas.

Afuera, el descontrol de gente me recordó la salida del estadio mundialista después de un partido de Alvarado. Adentro, noté algo extraño en la situación, algo que no encajó en mi recorrido visual. Y no me refiero a Franco, que seguía en la pantalla: se lo veía quieto, mirando su teléfono celular. Tampoco a Adalberto, que preparaba en la barra el triple pedido reciente. Ni en las mujeres de la mesa de al lado, que hablaban con voz bastante alta, sin dejar de mirar el televisor.

Volví a recorrer el local con la vista, acompañando con los hombros y la cabeza el giro hasta terminar en el Negro. Eso era lo que no me cerraba: el Negro estaba de espaldas al trío de vecinas, mirándome fijo. Exactamente lo contrario a lo que hace cuando hay mujeres cerca. Pero ahora me apuntaba con los ojos y movía las cejas con exageración. Iba a preguntarle qué le pasaba cuando oímos:

-Me dijo que la esperara acá, así que no pienso ir a buscarla. Está lleno de babosos alzados- le habló enojada la pelirroja a la morocha más petiza. Le faltó separar en sílabas las últimas cinco palabras y hubiera sido un reto como los de mi mamá cuando era chico.

- Y vos te vestís así, también… - fusiló la otra morocha, hasta ahí la más callada.

Aprovechando que Adalberto se acercó con el pedido en la bandeja, el Negro tomó mi la lapicera y el cuaderno y anotó “¿Viste quién es esta mina?”

-¿Cuál? -pregunté en voz baja, porque realmente no conocía a ninguna de las tres. La letra del Negro es como la de un médico, por eso tardé en entender que era “Carlita, la colorada que salió con Franco, la de la playa” y subrayado se leía “¡la loca!”.

Ahí recordé quién era, pese a no haberla visto nunca antes. Carla salió con Franco una quincena durante el último verano. Se conocieron en el balneario de Punta Mogotes, en donde ella pasaba los días con la familia y él hacía el servicio de carpas sirviendo comidas, postres y tragos. El romance había arrancado bastante bien, con encuentros furtivos en los vestuarios y entre las carpas vacías. El Negro la conoció la vez que fue a aburrirse a la playa, una tarde nublada y Franco le pidió que lo cubriera un rato. Por eso ahora le daba la espalda.

Aquel noviazgo terminó, según el Negro, porque luego de “la primera revolcada medianamente importante” la chica presentó a Franco como su novio, futuro marido y padre de sus hijos, en el momento en que mi amigo le servía al padre de ella el tercer whisky con hielo. Esa fue la última vez que Franco la vio.

Todos giramos la cabeza hacia el frente al oír golpes en la vidriera. Hubo empujones acompañados de insultos, escupidas y una trompada de antología que recibió un petizo con la camiseta de San Lorenzo. Finalmente ingresaron al café dos camarógrafos y Rocío, la periodista del canal de cable que acababa de hacer la nota de los emos y floggers.

-Ahí llegó… hola, yo soy Carla – dijo la pelirroja, levantando la mano.

Las cámaras enfocaron hacia las tres chicas, mientras nosotros nos corríamos hacia la barra.

-Seguimos en directo desde Mar del Plata y ahora vamos a hablar en exclusiva con la novia de Franco, que gentilmente nos está esperando acá. Reiteramos: único medio que pudo acceder al testimonio de Carla.

-La culpa es mía…
– arrancó la colorada, sin ponerse homónima- …Yo fui la novia de Franco hasta el verano pasado. Sé que se quiere matar por mí. Me siento muy culpable. Lo veo tan mal… creo que estoy dispuesta a darle otra oportunidad…

-¿Qué decís, estúpida? es al revés la historia…
– gritó el Negro - …él te colgó la galleta porque sos in-so-por-ta-ble. Andá nena, mové, acá no soples que no hay velitas.

Las cámaras nos enfocaron. Adalberto, el Negro y yo estábamos de pie, detrás de la barra. Carla le dijo a la periodista que el Negro era amigo de Franco. Rocío se acercó hasta nosotros. En ese momento en mi celular empezó a reproducir con el volumen al máximo la canción “La bestia pop”.

Con el Negro nos miramos inmediatamente: era el tema de Franco. Salimos corriendo hacia el baño y Adalberto cerró el paso a los demás.

Las manos me transpiraban cuando atendí y puse el altavoz:

-¿Por qué tardaste tanto en contestar? – fue lo primero que dijo Franco...

viernes, 14 de noviembre de 2008

10. ¿DE QUÉ SE RÍEN?


¿Por qué tardaste tanto en contestar? – fue lo primero que dijo Franco...

-Porque acá todo es un quilombo –respondí de inmediato. Y me arrepentí de haberlo dicho. La fragilidad de Franco era lo que teníamos que contemplar por sobre todo. Coloqué el teléfono sobre la mesada del baño, así hablábamos los tres. Le hice señas al Negro para que se calmara porque lo veía muy nervioso. Levantó el pulgar en señal de haber entendido y acercándose al celular, carraspeó y dijo:

-¿Franco, vos sos loco o sos boludo? ¿qué mierda tenés en la cabeza, pelotudo?

-No, Negro, pará.

-Dejalo, tiene razón. Soy un boludo.

-No, no le des bola, está enojado con una mina que no le dio pelota… si se llega a enterar la Flaca lo mata…-
No sabía como arreglarla -¿cómo estás? ¿me podés decir qué te pasa? ¿qué hacés ahí? tengo ganas de hablar tranquilo…

Hubo silencio en el teléfono. Pero llegaban voces desde el café. Adalberto discutía con la periodista mientras la pelirroja gritaba que la llamada era de Franco y que la dejáramos hablar con él.

-No sé, hace un tiempo que no me estoy sintiendo bien… ¿che, de quién es la voz que chilla de fondo?

-Es Carla, la colorada.

-¿Quién?

-Tu novia de la playa, la pelirroja.

-¿Y qué hace la loca ahí?

-Vino a salvarte. Dijo que te querés matar por ella y que te perdona.
– antes de terminar la frase el Negro soltó una carcajada.

- ¿En serio dijo eso? qué mina estúpida

-Decías que hace tiempo que no estás bien… -
no quería que Franco dejara de hablar o que cambiara de tema - … ¿con qué no estás bien?

-Estoy como el orto conmigo… ¿no se nota?

-No Franco, al contrario, siempre se te ve bien. No sabíamos que estabas mal… pero se puede arreglar, seguro, lo que sea se puede arreglar… ¿qué pasó? ¿qué cosa hizo que subas ahí y…?
–me detuve antes decir “y te quieras matar”. No son palabras para mencionar en un momento así. El Negro no siempre entiende de sutilezas.

-¿Por qué te querés matar? ¿estás en pedo?

-No puedo creer la cantidad de gente que hay abajo. Se ven chiquitos. Cada tanto veo que se cagan a trompadas.

-¿No viste a los emos? No llegué a pegarle a ninguno. Vinieron a pedirte que saltaras. Son una manga de pelotudos.

Le tiré con el rollo de papel higiénico por la cabeza para que se callara. Ahí entendió que estaba hablando de más. Juntó el dedo índice con el pulgar y se los pasó por la boca, de lado a lado.

-Me traje una mochila con varias cosas y me olvidé los cigarrillos. Tengo unas ganas de fumar tremendas…

-Franco ¿cómo subiste hasta ahí?

Durante los siguientes minutos lo escuchamos contar lo que él llamó un día de mierda. Franco hablaba pausado, sin énfasis, haciendo hincapié en detalles que yo trataba de desmenuzar para encontrar la forma de revertirle el ánimo. Cuando terminó el relato amenacé al Negro apuntándole con el palo del secador de piso. Eso no lo amedrentó:

-Mis últimas tres semanas fueron peores que eso, y acá estoy, a nivel del mar. Mirá, ayer a la mañana fui con mi hermano, que necesitaba un ayudante porque el pibe que trabaja con él se pegó el faltazo, a destapar un baño. Terminé salpicado de mierda hasta las orejas… si hubieras sido vos ¿qué hacías? ¿metías la cabeza dentro del inodoro hasta ahogarte? Dejate de joder, che, y bajá de una puta vez de ahí.

Me tomé con las dos manos la cabeza ante las palabras del Negro. Yo tratando de medir las palabras, de lograr un tono de conversación agradable para que nada empeore más la situación y el energúmeno morocho se despacha con la anécdota del inodoro empastado para comparar desgracias. Me enderecé en el baño decidido a meterle una sopapa en el culo al Negro (estaba ahí, al lado del inodoro y me tentó para hacer justicia), cuando desde el celular oímos la risa de Franco. Si, eso eran carcajadas de Franco. Se reía por primera vez en la conversación. Finalmente reíamos los tres. Del celular salían frenéticas, contagiosas risotadas que, cuando disminuían entre jadeos, volvían a subir en intensidad, arengadas por las carcajadas del Negro y sus clásicas arremetidas de risa demencial, tan oportunas hoy como nunca antes.

-¿De qué se ríen? – preguntó Adalberto, asomándose por la puerta.

-De un chiste del Negro –dije, todavía blandiendo la sopapa - escuchá como se ríe Franco – y le acerqué el teléfono. El semblante de Adalberto cambió completamente, como el nuestro. Si Franco se reía era una buena noticia para todos.

-Franquito, loco, bajá de ahí. Si bajás ahora te regalo el barril de cerveza que siempre me pedís, el que está sobre la barra. – Y después de sobornarlo, nos contó que la pelirroja acababa de irse a las puteadas pero la periodista estaba ahí esperándonos y no se iba a retirar hasta que habláramos con ella.

Adalberto acercó más el oído al teléfono. Frunció el ceño y nos dijo en voz baja:

-Eso no es risa… está llorando.

Era cierto: Franco lloraba como un chico…

jueves, 13 de noviembre de 2008

11. SUBO Y TE EMPUJO



Era cierto: Franco lloraba como un chico…

Se abrió la puerta del baño y entró la periodista (sin micrófono ni camarógrafo). Adalberto se interpuso para no dejarla avanzar pero fue inútil.

-El baño está ocupado, nena. Andá a hacerle notas a los boludos de afuera. – dijo el Negro, secándose unas lágrimas. Yo hasta ahí no había notado que el morocho lloraba también. Me puse nervioso con la presencia de la cronista en un momento tan íntimo y complicado.

-Necesito hablar con Franco. Es importante.

-Andate al carajo vos y tu canal de noticias. Adalberto, sos el dueño del lugar, che, decile que se vaya de una vez por todas.

Pedí con señas que todos hicieran silencio. Tuve que enfatizar con el Negro, indicándole que el teléfono no emitía ningún sonido.

-Franco… ¿me escuchás?

-Si, estoy escuchando todo.

-¿Estás bien?

-Desde que era chico que no lloraba así… me siento rarísimo. ¿Quién es la mina que está ahí hablando?

-Hola Franco,
soy Rocío…. –Nos madrugó a todos y se acercó al teléfono- …trabajo en el canal de noticias que está cubriendo tu caso en directo. Tenía que hablar con vos si o si.

-No, pará querida ¿me estás haciendo una nota ahora?

-No, no.

-No sé…
–cortó el Negro- …capaz que tiene una cámara oculta y nos está cagando.

-Revísenme si no me creen –
dijo al erguirse y levantar los brazos.

-Está bien, - dije, mirándolo fijo al Negro, que amagó a revisarla.

-Está bien… - Repitió Franco. -¿qué querés?

Interiormente yo creí que la idea de la periodista era conseguir una nota o el número de teléfono del celular de Franco, para tenerlo en exclusiva. Me equivoqué.

-En un rato van a subirme con un camarógrafo en la grúa lo más alto que puedan para hablar con vos. Quieren que te entreviste y trate de hacerte hablar. Nadie sabe qué te pasa ni por qué estás ahí. Abajo se están haciendo apuestas….

El tono de voz de Rocío iba cambiando a medida que hablaba.

-… recién hablé con mi jefe y me aseguró el trabajo, porque nos están por echar a todos, y me dijo que hiciera lo posible para entretenerte con la conversación, y tratara de lograr que llores…

-Hijo de puta
– dijimos a coro.

-¿Por qué me contás esto? –preguntó Franco, como leyéndonos la mente a los demás.

-Porque no quiero hacerlo pero muchas familias dependen de este trabajo… –La voz se iba apagando -… y no me queda otra. Cada nota que hago es un respiro de alivio para mis compañeros.

-A mi no me cierra esta novela, nena.
– interrumpió el Negro. Rocío se cubrió la cara con las palmas de las manos y empezó a llorar, sin estruendo ni dramatismo. Me acerqué para consolarla pero ella no me dejó.

-Estoy bien, estoy bien.- Adalberto salió del baño y Rocío continuó:

-Tengo que hacer la nota, pero quería antes decirte esto y también… - el llanto volvió a aparecer, esta vez con más fuerza - … que no saltes por favor. No importa qué te haya llevado hasta ahí, estás a tiempo de retroceder unas horas y pensar. No desperdicies tu vida terminándola así… sos joven y podés arreglar cualquier cosa que esté mal, cualquier cosa si no te matás… por favor… mi papá se mató cuando yo tenía 9 años…

No dijo nada más. El Negro, que un ratito antes iba a protestar por algo enmudeció. Nadie volvió a hablar hasta que entró Adalberto con un vaso con agua y se lo ofreció a Rocío.

-Tomá nena, quedate tranquila.

-No me voy a matar…
– escuchamos de pronto. Era la voz de Franco.–…ni en pedo me voy a matar. – mezclaba las palabras con una risa nerviosa. -Ni loco me mato. Tuve ganas, si, pero la puta madre… qué me voy a matar… no sé como carajo voy a bajar de acá, no me animo a pasar por donde subí, me da cagazo caerme. –Y reía con fuerza.

Por primera vez desde que esto empezó sentimos alivio y festejamos. Rocío secaba sus ojos y sonreía. El Negro se abrazaba con Adalberto y conmigo. De a uno fuimos hablándole a Franco:

El Negro:

-Ya subo y te empujo, pelotudo.

Adalberto:

-Como tira un barril de cerveza…

Yo:

-Tenés que bajar cuanto antes así nos emborrachamos.

Rocío (que fue quién cortó el clima festivo):

-No es tan simple la cosa. No va a ser: bajar y festejar… -La interrumpí haciendo el gesto de la enfermera pidiendo silencio en los hospitales.

-Che…- protestó Franco, que no había escuchado lo último - me queda poca batería en el teléfono y además me avisa que se me está terminando el saldo. Van a tener que llamarme ustedes.

-Cortá entonces. Nos organizamos acá y te llamo.

-Quedate ahí, eh –
le dije, y corté apurado.

-¿Qué decís, nena, sos loca? – increpó el Negro - ¿cómo que no va a ser fácil la cosa? Franco no le hizo nada a nadie. Cuando quiera bajar baja y punto. El resto que se vaya a la mierda.

Yo pensaba igual. Pero nos equivocábamos. Rocío nos explicó que se enteró por su primo Fernando, que es policía, que había habido muchas denuncias de los vecinos por distintas cosas: alteración del orden público, incitación a la violencia, uso de espacios comunes y una larga e insólita lista de cosas que incluían multas municipales por ocupar zonas de estacionamiento medido y por defecación en la vía pública.

Protestamos argumentando que eso no era culpa de Franco, sino de los demás. Pero Rocío nos dijo que las denuncias eran en parte originadas por la situación de Franco.

-Bueno, entonces se puede decir que no está bien de la cabeza y listo.

Ese era otro de los puntos negativos de la situación. Si Franco no estaba “bien de la cabeza” entonces iba a ser llevado a una clínica psiquiátrica, en donde quedaría a disposición de la justicia, que en este caso actuaba de oficio.

-¿Vos decís – preguntó Adalberto a Rocío- que si no va preso va a un loquero?

-Si.


-¿Y ahora qué hacemos?

miércoles, 12 de noviembre de 2008

12. MALAS NOTICIAS


¿Y ahora qué hacemos?

-¿Qué decís? ¿estás loca? En cana tienen que ir todos los forros que están haciendo plata con esto, y al loquero hay que mandar a los que vinieron a participar del circo ahí afuera.

-No te enojes conmigo… ¿cómo te llamás?

-Decile Negro nomás
–dijo Adalberto.

-Bueno, Negro, yo solo estoy tratando de decirles qué es lo que pasa. Si puedo ayudar en algo me gustaría colaborar. Conozco a mucha gente. Tengo un amigo abogado…

-Claro, el cagador que faltaba…

-Pará un poco, Negro. La chica nos quiere dar una mano.

Teníamos que pensar en algo rápido para bajar a Franco sin que fuera preso ni a una clínica psiquiátrica. El baño no era el lugar más propicio para debatirlo, así que decidimos salir. Afuera esperaba el camarógrafo, compañero de Rocío, que pedía hablar con ella urgente. Se alejaron un poco de nosotros para que no escucháramos.

Cuando con Adalberto y el Negro llegamos hasta la barra encontramos a un tipo de traje azul, con una carpeta en la mano, esperándonos.

-¿Ustedes son los amigos de Franco? –arrancó como saludo.

-¿Por qué, sos abogado? - El Negro seguía áspero.

-No, yo trabajo para el departamento de trasplante de órganos y materiales anatómicos humanos. – Estiró la mano para saludarme. Le correspondí el gesto mientras leía la credencial que me mostraba.

-Una chica de nombre Carla me dijo recién que hablara con ustedes sobre esto.

-No la conozco
– dije.

-Dado que Franco no tiene familiares en el país y se encuentra en una situación límite, en la que no puede decidir por sí mismo, vengo a solicitarles que alguno de ustedes, o los dos, firmen el consentimiento para que en el caso de que… bueno… que esto termine mal, podamos proceder conforme a la ley nacional Nº 24.193 y concretar…

-Un minuto, por favor
– pedí y arranqué al Negro hasta la cocina, al ver que se le iba transformando la cara.

-¿Puede ser tan forro este tipo?

-Si y peor también. Asomate a la vereda y vas a ver. Pero tenemos que ver qué hacemos, así que no es momento para pegarle a nadie, Negro. Dejate de joder y pensá que todos creen, como nosotros hasta hace un rato, que Franco se va a tirar. Tranquilizate. No hables si te vas a mandar cualquiera. Calmate, que yo me encargo.


Volvimos a la barra y ahí seguía el tipo, ahora acompañado por un policía y una chica.

-No podemos firmar nada… - empecé a decir y el Negro me interrumpió. Otra vez se venía la furia morocha, pensé.

-Porque Franco es Testigo de Jehová, y su creencia le impide donar sus órganos.

Quedé mudo con la salida del Negro. Qué rápido estuvo, qué ocurrente. El tipo hizo un esfuerzo por sonreír, saludó y se fue. Iba a felicitar a mi amigo pero justo se adelantó el policía para hablarnos.

-Estoy buscando a mi prima Rocío. Es periodista… - no saludó siquiera.

-Está con el de la cámara en el ante baño, ahí atrás –señalé.

-¿Quién sigue?- preguntó el negro haciéndose el almacenero.

-Hola. Te robo un minutito – dijo la chica que esperaba. El Negro le apoyó los ojos en el escote.

-Dos…

-Me dijeron que acá iba a encontrar a algún familiar o amigo del chico del edificio, Franco.

-Soy yo, si… ¿qué precisás?

Aproveché que mi amigo estaba hipnotizado y le mandé un mensaje de texto a Franco, diciéndole que en un rato lo iba a llamar y que se alejara un poco del borde. Yo lo veía en el televisor. Estaba escribiendo algo en un cuaderno. Vi el momento exacto en el que le llegó mi mensaje y lo contestó. La respuesta llegó inmediatamente; decía: “Tengo ganas de fumar” y acompañaba el mensaje una foto.

Adalberto me señaló con la mirada al Negro. Sonreía mientras hablaba con la chica, que al apoyarse en la barra aumentaba el volumen de sus pechos adrede.

-Dejame tu número de celular y te llamo entonces…

-Mirá, la chica nos deja unos folletos. Trabaja en una funeraria y tuvo la amabilidad de venir hasta acá. Hacen fletes al cementerio.
–dijo el Negro queriendo ser gracioso. Me acerqué.

-Ah, qué bien… bueno, gracias ¿ustedes embalsaman? Porque nos gustaría conservarlo entero...- se ve que mi pregunta no le gustó. Saludó al Negro, me escupió un “Sos un desubicado” y salió apurada. Me reí junto con Adalberto.

La periodista, el camarógrafo y el policía vinieron desde el fondo hasta la barra a cortarnos el buen humor.

-Él es mi primo Fernando -dijo Rocío, señalando al de uniforme – le conté todo y se ofreció para ayudar, pero tiene malas noticias…

martes, 11 de noviembre de 2008

13. ESTAMOS EN EL HORNO



Fernando, el primo policía de Rocío, daba vueltas al tema de sus “novedades” para luego no decir nada en concreto. Quería crear misterio o simplemente se hacía rogar. Finalmente solicitó un café con leche y tres medialunas dulces. Nos acomodamos todos en la mesa más cercana a la barra. Cuando Adalberto trajo el pedido, el Negro manifestó su impaciencia.

-Mirá Flaco: si querés decirnos lo que sabés, dale, bienvenido sea. Si no, tomate el café y andate. Me importa un carajo tu uniforme…

-Calmate Negro, el chico…
–hice hincapié en lo de “chico”, porque tendría siete u ocho años menos que nosotros y se lo veía bastante verde para ser policía -…nos quiere dar una mano.

-Dale nene, no te hagas el interesante ahora. Apurate que tengo que seguir trabajando. Pablo se fue a seguir tomando imágenes y yo tengo que seguir con las notas –
le instó la prima.

-Cómo te mira tu compañero Pablo, eh…

-Cortala tarado y hablá de una vez.

-Bueno, lo que yo sé es que lo van a bajar en un rato. Ahora están tratando de abrir una puerta que hay tres pisos más abajo y van a subir hasta el tanque con una escalera que se arma por tramos…
-sumergió una medialuna en la taza - …Están subiendo los pedazos por el ascensor. La idea es que logren abrir esa puerta sin hacer demasiado ruido, así no se aviva y se despoja al vacío...

-Arroja.

-Si, por eso.

-Para mí habría que hablar con la policía y decirles que Franco no se quiere tirar y que lo vayan a buscar sin hacer todo un despliegue. Capaz que los tipos lo tratan como a un secuestrador y lo muelen a golpes…
-dijo Adalberto, con preocupación.

-Es que ese es el tema… – intervino Fernando, mientras masticaba- … van a subir tres tipos y un camarógrafo. Suben y lo inquietan...

-¿Cómo que lo inquietan?
-pregunté.

-Quiere decir que lo van a inmovilizar – corrigió otra vez Rocío.

-Eso, lo dejan quieto…- siguió Fernando, mientras se limpiaba la boca – yo creo que le van a dar de lo lindo. Esos tipos no andan con vueltas…

-Por eso, hay que avisarle a la policía antes
-insistió Adalberto.

-Ya es tarde para eso. Acá hay muchos intereses. Para “la fuerza” es una oportunidad de hacer buena publicidad. Ya llegó la orden de arriba para que lo filmen todo, por eso va a ir el camarógrafo de la gobernación. Obvio que no van a poner en la publicidad la parte en donde lo recagan a trompadas, eso lo borran. Pero acá hay una buena forma de levantar un poco la imagen con un hecho de tanta... – el policía se trabó - …ante un hecho tan… por… es… bueno, eso, que sirve para levantar la imagen.

-Pero no es un delincuente. No hizo nada. Si cuando suben a buscarlo les explica lo que le pasó ya está.

-No Negro. Yo estoy acostumbrada a ver actuar al Grupo Geo y no les importa nada lo que se le diga en ese caso. Si suben, lo bajan como sea. No les importa si es bueno o malo, si tiene la razón o la culpa. Además, imaginate que no van a especular con la posibilidad de convencerlo estando a esa altura, tan cerca del borde. No lo van a escuchar.

-¿Y si mandan a un negociador?-
La pregunta del Negro nos hizo reír.

-Ves muchas películas.

-Tenemos que ver qué hacemos ahora. Hay que llamar a Franco, que quedó esperando.- dije.

-Vamos a tener que conseguir un abogado, aunque al Negro le joda – se resignó Adalberto.

-No, no, tenemos que pensar en otra cosa. Hagamos una tanda de ideas, no importa qué tan disparatadas sean.

Al principio las opciones rondaron la timidez: un megáfono que aclare la situación, notas explicativas arrojadas por Franco, nuestro pedido de disculpas en una nota que podría hacernos Rocío. Hasta que el disparate copó la conversación: helicópteros descendiendo en la terraza, paracaídas, yoga, etc.

De pronto algo me vino a la mente.

-¿Te acordás, Negro, de los “pequeños actos”?- Al morocho se le iluminó la cara.

-¿Qué?

Expliqué a Rocío y a su primo que con Franco y el Negro hicimos todo tipo de cosas que nosotros creíamos trascendentes aunque al resto le parecieran pavadas. Bautizamos a nuestras maniobras como “Pequeños actos para morir un poco menos”, en homenaje a mi querido Maestro Julio Alfonso, que una vez dijo en una entrevista : “Escribo para morir un poco menos, para fijar residencia en el recuerdo.” A partir de ahí quisimos hacer lo posible para morir un poco menos. Para que me entiendan la idea, les conté lo del Almanaque y lo de la Fuente de la Peatonal.

Haber hecho aquellas acciones nos otorgaba, ya que no el reconocimiento, al menos lo que nosotros llamamos “el título de campeones morales”. Era nuestra forma de resistirnos a la muerte o a la indiferencia. Era también la posibilidad de hacer las historias que le íbamos a contar a nuestros nietos.

-Qué estupidez – dijo Fernando – ¿qué tiene que ver con esto?- El Negro se puso de pie, enojado.

-Pará Negro, pensá como pensamos aquellas veces. Usemos esa forma para bajar a Franco y que no le pase nada después.

-Pero no tenemos tiempo ahora –
Objetó el Negro.

-Y… no, lo van a bajar en un rato nomás.

Tenían razón. No había tiempo para planear nada.

-Sigamos tirando ideas. Mientras, lo voy a llamar a Franco para avisarle lo del grupo Geo, para que no se resista ni diga nada.

-Estamos en el horno -
dije al escuchar:

"El teléfono celular al que intenta llamar se encuentra apagado o fuera del área de cobertura."

lunes, 10 de noviembre de 2008

14. MORBO: FUENTE LABORAL

Que Franco no tuviera disponible el celular complicaba todo aún más. Nos dejaba menos margen para organizar algo. Así que a falta de tiempo y de plan, tuvimos que improvisar a la carrera.

Cuando sonó el celular de Rocío, con un llamado del gerente del canal, se me empezó a ocurrir una posible salida.

-Tengo que irme. Mi jefe quiere que le haga la nota ahora. Van a subirme con la grúa. ¿Saben lo que me dijo?

-Que lo hagas llorar, ya nos contaste.

-Si, pero además, que si veo que quiere saltar, que trate de demorarlo hasta la tardecita, por que es el horario de más audiencia.

-Qué pedazo de hijo de puta carnicero sin estómago…

-Bueno Negro, ya está, ya está… calmate
– serenó Adalberto.

-¿Sabés qué tan cerca de Franco vas a estar?- pregunté.

-Dicen que voy a llegar a unos seis o siete metros de él.

-¿No tenés vértigo? Yo ni en pedo me subo ahí
– dijo Fernando, que ayunaba de valentía.

-No, hice cosas peores para el canal. Una vez, en una toma de rehenes, quedamos en medio de un tiroteo…

-Estás loca
– aseguró el Negro.

-Franco ya habló con vos, ya sabe quién sos. ¿Podrás apagar el micrófono unos segundos y darle un mensaje?

-Si, seguro, pero ¿si no me escucha bien? Mirá que arriba hay más viento que acá. Incluso los del canal no están seguros que logre hablarle.

-¿Te animás a tirarle algo?
- se me ocurrió – siete metros hay de acá a la vidriera más o menos. Creo que llegás bien.

-¿Qué querés tirarle?

-Un celular. Así le explicamos lo que se me acaba de ocurrir.

-Primero contá tu idea…
– exigió Fernando, con sensatez, pero la arruinó diciendo:

-Mirá si ésta –señaló a Rocío- le pega con el teléfono en la cabeza, lo desmaya y se cae. Sería el colmo del suicida arrepentido... ¿o sería homicidio?

-Ves que sos un pelotudo –
confirmó la prima.

-Bueno, lo que se me ocurrió es una pavada – dije algo avergonzado – Acá va:

Y durante los siguientes minutos fui improvisando un plan, ante el silencio del resto, que me seguían con atención e incredulidad. Cuando terminé, el Negro dijo lo suyo:

-Hace agua por todos lados. Igual lo van a cagar a trompadas, y cuando baje lo internan o lo meten en cana. Además, no hay coima que pare a la policía –y miró a Fernando, que confirmó:

-No, no creo que esto se arregle con guita esta vez. Esto sirve para la campaña…

-Bueno, saquemos el tema de la coima a los canas
– la arreglé sobre la marcha - veamos a Ángel, el encargado, a ver si nos da una mano. Y si no quiere, lo adornamos a él. Un encargado de edificio jamás se niega a un billete.

-Tenemos que ganar un poco de tiempo. Hay que hacerlo así. ¿Alguna otra idea? –
me enojé – porque si no hay otra alternativa hagamos esa y que sea lo que Dios quiera.

-Me tengo que ir
– dijo Rocío al oír que su celular empezaba a sonar.

-Esperá, repasemos: Vos, llevate el celular mío y se lo tirás a Franco. Si te preguntan algo, deciles que es para tener la exclusiva. Negro ¿tenés plata?

-Si.

-Listo, tratá de verlo a Ángel lo antes posible.

-¿Quién es Ángel?-
preguntó Fernando.

-El encargado del edificio de Franco, nene, lo dijo él recién. Despertate querés.

-Prestame tu celular, Adalberto. Te llamamos todos al número de acá. Quedate cerca del teléfono. Anoten los que no lo tengan. Yo me voy a ver la vieja de enfrente, la del batón y los ruleros
–dije.

-Se llama Ramona –aportó Rocío.

-¿Podrás conseguir lo que te pedimos?- apunté el policía.

-Si, dalo por hecho, – respondió Fernando –te lo llevo para allá. Che, me parece que me merezco ese barril de cerveza que tenés ahí en la barra.

-Es para Franco. Se lo prometí hace un rato
–aclaró Adalberto.

-Dejá de manguear, no estás en la comisaría –le dijo la prima. Y se dirigió a mí:

-Yo ahora hablo con mi compañero Pablo para que consiga lo que tenemos en la camioneta.

-Ese te va a cobrar favor, eh.

-Cortala estúpido. Pablo, además de camarógrafo, es buena persona, no como vos.

Hubo cinco segundos de silencio total en la mesa. Terminamos de anotar los números de teléfonos que nos faltaban y nos pusimos de pie.
Los nervios nos decoraban las caras y la prisa nos pisaba los talones, así que con un poco convincente “suerte”, nos despedimos y fuimos saliendo del café de Adalberto.

Afuera había cada vez más gente. Esta vez no reparé en nadie. No me importaba ya el circo y sus participantes. Había que tratar de evitar consecuencias posteriores para Franco y ahí estábamos nosotros para intentarlo.

Fernando, con su uniforme, le abrió paso al Negro, logrando que entrara al edificio a ver a Ángel. Rocío y el camarógrafo se fueron hasta la camioneta del canal, estacionada al lado de la grúa.

Yo crucé entre la gente -a los empujones- hasta llegar al edificio de enfrente. Ramona estaba en la puerta junto a otras mujeres. Me quedé a un costado esperando a que vinieran Fernando y Pablo, mientras veía que Rocío se acomodaba en la plataforma de la grúa. Sentí súbita admiración por esa chica que me había parecido tan frívola por televisión y tan humana en el café.

-Ese que está ahí es amigo de Franco – escuché de pronto. Giré la cabeza y vi a Carla, la pelirroja, que me señalaba y repetía “ese es el amigo de Franco”. Se lo decía a una chica joven, que tenía un grabador en la mano. Quise escabullirme pero fue inútil. En tres segundos tenía frente a mi boca un pequeño micrófono conectado a un grabador con el logo de una radio FM. Me quedé mudo ante su brutal sinceridad.

-Necesito hablar con vos. Sé que sos amigo de Franco. Te ruego que me des una entrevista cortita al menos, unas palabras. Me sirve cualquier cosa. Hace horas que estoy acá y si no vuelvo con una nota a la radio me echan, por favor, decime algo, yo mantengo a mi mamá y mis hermanos– suplicó.

“¿El trabajo de cuántos depende de esto? morbo: fuente laboral” pensé para escribir algún día, mientras miraba como la grúa empezaba a elevarse.

Rocío, en el momento del ascenso, me llamó.

-Te veo subir – dije, esquivando el micrófono de la radio.

-Estoy muy nerviosa. Tengo malas noticias: Pablo no va a poder ir. Tiene que quedarse a trabajar acá. Igual te mando las cosas que me pediste con mi primo.

Y cortó.
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