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domingo, 23 de noviembre de 2008

1. ÚLTIMO MOMENTO...





Recién llego. Me encontré con las calles del centro cortadas. La policía está vallando todo el sector. Hay gritos, bocinazos y puteadas. Al principio pensé que era el homenaje a Juan Curuchet, que llegó hoy a la ciudad con su Medalla de Oro, pero no es eso. Es ahí arriba, en la punta del edificio, está mi amigo Franco con la remera llena de sangre. Se quiere matar y estos hijos de puta no me dejan pasar. Nadie me ayuda... no sé qué hacer.


Hace un rato me llamó Franco. Dijo que se le había ocurrido la idea de matarse y cortó. Primero pensé que era una broma, pero como no volvió a atender el celular, lo llamé al Negro y le conté. Quedamos en que veníamos para acá. Y vengo y me encuentro con esto. No lo puedo creer, no puede ser. Hablo solo y puteo y es la primera vez que nadie me presta atención al hacerlo.

Está lleno de camionetas de canales de televisión. Hay móviles de varias radios trasmitiendo. Los edificios de la cuadra tienen los balcones repletos de mirones. Les faltan los pochoclos.

El Negro me dijo que estaba en camino, y que Franco tampoco le contesta las llamadas.

Dos policías me obligaron –de muy mala manera- a alejarme, debido a mi insistencia. Una mujer bastante mayor, vestida con bata de toalla (tiene ruleros puestos) al ver mi pelea con la policía me dice que se llama Ramona, que ella los llamó y que la juventud está perdida. Acto seguido empieza a llorar. Y a mí qué carajo me importa, pienso, pero no se lo digo porque me recuerda a una de mis tías.

Me acomodo los anteojos para mirar hacia arriba y se me congela el esternón: Franco está sentado en el borde, con las piernas colgando. La puta que te parió, qué mierda tenés en la cabeza, estúpido. Atendeme el celular… ¿tendrá el celular?

La vieja del batón llora como si le estuvieran arrancando las uñas y solamente por la vergüenza ajena que me produce yo no lloro. Me tiemblan las manos cuando llamo al Negro para avisarle que lo espero dentro del café de Adalberto, en la peatonal, que ahí no hay nadie. Fumo un cigarrillo tras otro. Se va a tirar, gritan. Todos empujan a todos. Nadie se quiere perder el espectáculo, el morbo en directo. No sé qué hacer. Están retirando los autos y los taxis que paran justo debajo del edificio. Alcanzo a escuchar a un taxista que le protesta al inspector de tránsito diciendo que él no tiene la culpa de lo que pasa, mientras mira las cámaras y sonríe. ¿De qué se ríe el imbécil?


-¿De qué te reís, pelotudo? - le grito, pero no me escucha o no le importa.

Tengo un gusto horrible en la boca. Escupo sin parar mientras veo que los bomberos están inflando una colchoneta grande, pero no más alta que la camioneta del canal de cable.

-Esto termina mal- grita Ramona para las cámaras y llora, cobrando un protagonismo inaudito – termina mal…

domingo, 16 de noviembre de 2008

8. UNA BOMBA DE TIEMPO





¿Y estos pelotudos? –preguntó el Negro, encarando hacia la puerta de salida del café- …los voy a cagar a trompadas ya.
Lo seguí. Antes de salir le pedía a la carrera a Adalberto que nos guardara lo que teníamos sobre la mesa.

Era increíble ver cómo había cambiado el paisaje afuera en tan poco tiempo. En los balcones ahora los vecinos estaban con reposeras y sillas. La gente en la peatonal se había multiplicado. Me costó seguirle el paso al Negro, que corría hacia donde estaba la mayor concentración de personas. Mientras forcejeaba para poder pasar, un cigarrillo encendido pegó en mi hombro y una escupida monumental cayó sobre la frente de un policía. Levanté la cabeza y vi a dos obreros –pintores - que tomaban mate en un andamio colgado en el edificio lindante con el de Franco. Reían.




Algunas palomas merodeaban el tanque de agua. Desde la acera trepaban los gritos y un rumor permanente que, mezclado con el ruido del mar, componían una confusa banda de sonido.

Franco notó que el volumen de las voces aumentaba cuando él se movía. En realidad, cualquier ademán suyo era acompañado por la más variada gama de exclamaciones, que a veces le llegaban con nitidez.

Siempre bromeó con sus amigos, jactándose por tener mucho “carisma convocante”. Ahora, al recordar eso, no le causaba gracia alguna ser el centro de la atención de tanta gente. Pensó en las últimas horas y en cómo la situación se le había escapado de las manos. Era la primera vez en casi 29 años que sentía ganas de dejar de ser, de terminar su existencia. En ninguna otra circunstancia de su vida había querido salirse. Siempre sobrellevó los peores momentos con envidiable aplomo. Nunca nadie lo vio llorar.

Venían ahora a su memoria las palabras de su última novia, segundos antes del portazo: “o no tenés sangre o sos una bomba de tiempo”…




Al acercarnos al tumulto mayor, una madeja de cables y cuerpos, escuchamos los gritos dolorosos de los chicos, mientras los policías los rodeaban para protegerlos de otro grupo–al que con el Negro nos quisimos sumar inmediatamente- que luchaba para llegar a golpearlos hasta que callaran.

En medio de la revuelta, la periodista entrevistaba a quién hacía de vocero de aquella minoría chillona. Desde el costado, para la avenida Luro, llegaba el sonido de música y aplausos. Otro amontonamiento de chicos entonaba canciones de burla como en un estadio de fútbol. Aplaudían y tomaban fotos con teléfonos y cámaras. Ahora con el Negro no sabíamos a cuál de los dos grupos pegarle primero.

-Nosotros sentimos que Franco es nuestro referente ¿viste? nos enteramos por una cadena de mails lo que pasaba y vinimos a apoyarlo en su decisión… Franco es emo a full –decía uno de los pibes al micrófono, con la mitad de la cara tapada con un flequillo en diagonal.

-¿Y qué es ser emo? – la periodista sabía la respuesta, así como también que AHÍ estaba la nota.




Franco ahora recordó no haber llorado durante la enfermedad de su tía, ni cuando murió. En el velorio y el entierro estuvo serio, dolido; sus amigos le decían que parecía anestesiado. “No lloro porque estoy seco por dentro, fue lo que les respondió. Y repitió la frase de ahí en más en todas las situaciones en las que se le preguntó al respecto.

¿Qué sabían ellos? ¿qué sabían todos? Nada. Nadie tenía idea de lo que sentía él. Nadie. Todos le halagaban el buen humor, lo ponían de ejemplo cuando la conversación merodeaba el tema de cómo tomarse la vida, cuando había que recomendar actitudes frente a los altibajos, ahí aparecía su nombre, a la cabeza de los optimistas, el refutador de malasangres… ¿qué mierda sabían todos? No sabían nada. No estaban en sus zapatos para sentir el hueco que lo ocupaba, para paladear la sensación de tragar saliva seca, para pasar noches completas tratando de cerrar la grieta que lo cruzaba de lado a lado, esa rajadura en el alma por no encontrar sentido a las cosas de su vida -no tan lejos de los 30 años- por no hallar sentido en la vida de otros, sin saber qué hacer…




-Nos guiamos por los sentimientos y las emociones ¿viste? La sociedad te aparta, no te entiende, no te contiene… y eso te hace sufrir…

-Dejá que te agarre yo y vas a tener algo en serio para sufrir, pelotudo –
dijo el Negro, forcejeando con dos policías que le impedían el paso.

Una de las chicas que estaban con el grupo de los que cantaban burlándose de los emos, se acercó hasta la periodista, que le preguntó porqué estaban ahí.

-Nosotros somos Floggers. Tenemos estética a pleno. No nos bajoneamos como los emos, que son todos pálidos y ni siquiera se ponen de acuerdo porque…

Lo irritante de escucharla hablar era superado solamente por la forma en que mascaba un chicle rosa mientras enumeraba:

-…hay emos freaks, skater-punks, fashioncore, emo-posers… en definitiva… no existen…go home.

-Vamos –
le dije al Negro, tirándolo del brazo.
-Esto es un circo. No tenemos que estar acá.

-Dejame que le pegue a alguno aunque sea,
–me pidió, serio- si no me descargo creo voy a explotar…




Arriba, Franco repitió en voz baja “o no tenés sangre o sos una bomba de tiempo”.
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