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domingo, 16 de noviembre de 2008

8. UNA BOMBA DE TIEMPO





¿Y estos pelotudos? –preguntó el Negro, encarando hacia la puerta de salida del café- …los voy a cagar a trompadas ya.
Lo seguí. Antes de salir le pedía a la carrera a Adalberto que nos guardara lo que teníamos sobre la mesa.

Era increíble ver cómo había cambiado el paisaje afuera en tan poco tiempo. En los balcones ahora los vecinos estaban con reposeras y sillas. La gente en la peatonal se había multiplicado. Me costó seguirle el paso al Negro, que corría hacia donde estaba la mayor concentración de personas. Mientras forcejeaba para poder pasar, un cigarrillo encendido pegó en mi hombro y una escupida monumental cayó sobre la frente de un policía. Levanté la cabeza y vi a dos obreros –pintores - que tomaban mate en un andamio colgado en el edificio lindante con el de Franco. Reían.




Algunas palomas merodeaban el tanque de agua. Desde la acera trepaban los gritos y un rumor permanente que, mezclado con el ruido del mar, componían una confusa banda de sonido.

Franco notó que el volumen de las voces aumentaba cuando él se movía. En realidad, cualquier ademán suyo era acompañado por la más variada gama de exclamaciones, que a veces le llegaban con nitidez.

Siempre bromeó con sus amigos, jactándose por tener mucho “carisma convocante”. Ahora, al recordar eso, no le causaba gracia alguna ser el centro de la atención de tanta gente. Pensó en las últimas horas y en cómo la situación se le había escapado de las manos. Era la primera vez en casi 29 años que sentía ganas de dejar de ser, de terminar su existencia. En ninguna otra circunstancia de su vida había querido salirse. Siempre sobrellevó los peores momentos con envidiable aplomo. Nunca nadie lo vio llorar.

Venían ahora a su memoria las palabras de su última novia, segundos antes del portazo: “o no tenés sangre o sos una bomba de tiempo”…




Al acercarnos al tumulto mayor, una madeja de cables y cuerpos, escuchamos los gritos dolorosos de los chicos, mientras los policías los rodeaban para protegerlos de otro grupo–al que con el Negro nos quisimos sumar inmediatamente- que luchaba para llegar a golpearlos hasta que callaran.

En medio de la revuelta, la periodista entrevistaba a quién hacía de vocero de aquella minoría chillona. Desde el costado, para la avenida Luro, llegaba el sonido de música y aplausos. Otro amontonamiento de chicos entonaba canciones de burla como en un estadio de fútbol. Aplaudían y tomaban fotos con teléfonos y cámaras. Ahora con el Negro no sabíamos a cuál de los dos grupos pegarle primero.

-Nosotros sentimos que Franco es nuestro referente ¿viste? nos enteramos por una cadena de mails lo que pasaba y vinimos a apoyarlo en su decisión… Franco es emo a full –decía uno de los pibes al micrófono, con la mitad de la cara tapada con un flequillo en diagonal.

-¿Y qué es ser emo? – la periodista sabía la respuesta, así como también que AHÍ estaba la nota.




Franco ahora recordó no haber llorado durante la enfermedad de su tía, ni cuando murió. En el velorio y el entierro estuvo serio, dolido; sus amigos le decían que parecía anestesiado. “No lloro porque estoy seco por dentro, fue lo que les respondió. Y repitió la frase de ahí en más en todas las situaciones en las que se le preguntó al respecto.

¿Qué sabían ellos? ¿qué sabían todos? Nada. Nadie tenía idea de lo que sentía él. Nadie. Todos le halagaban el buen humor, lo ponían de ejemplo cuando la conversación merodeaba el tema de cómo tomarse la vida, cuando había que recomendar actitudes frente a los altibajos, ahí aparecía su nombre, a la cabeza de los optimistas, el refutador de malasangres… ¿qué mierda sabían todos? No sabían nada. No estaban en sus zapatos para sentir el hueco que lo ocupaba, para paladear la sensación de tragar saliva seca, para pasar noches completas tratando de cerrar la grieta que lo cruzaba de lado a lado, esa rajadura en el alma por no encontrar sentido a las cosas de su vida -no tan lejos de los 30 años- por no hallar sentido en la vida de otros, sin saber qué hacer…




-Nos guiamos por los sentimientos y las emociones ¿viste? La sociedad te aparta, no te entiende, no te contiene… y eso te hace sufrir…

-Dejá que te agarre yo y vas a tener algo en serio para sufrir, pelotudo –
dijo el Negro, forcejeando con dos policías que le impedían el paso.

Una de las chicas que estaban con el grupo de los que cantaban burlándose de los emos, se acercó hasta la periodista, que le preguntó porqué estaban ahí.

-Nosotros somos Floggers. Tenemos estética a pleno. No nos bajoneamos como los emos, que son todos pálidos y ni siquiera se ponen de acuerdo porque…

Lo irritante de escucharla hablar era superado solamente por la forma en que mascaba un chicle rosa mientras enumeraba:

-…hay emos freaks, skater-punks, fashioncore, emo-posers… en definitiva… no existen…go home.

-Vamos –
le dije al Negro, tirándolo del brazo.
-Esto es un circo. No tenemos que estar acá.

-Dejame que le pegue a alguno aunque sea,
–me pidió, serio- si no me descargo creo voy a explotar…




Arriba, Franco repitió en voz baja “o no tenés sangre o sos una bomba de tiempo”.

sábado, 15 de noviembre de 2008

9. A BRILLAR, MI AMOR


Le dije al Negro que teníamos que irnos al café. “Nos va a llamar Franco” prometí, con más esperanza que certeza. Recién ahí mi amigo desistió de golpear a alguien y me enfiló hacia lo de Adalberto. Hay que decir que sus modales para abrirse paso entre la caterva no fueron de los más elegante, pero sí efectivos; llegamos bastante rápido. La multitud ya ocupaba completamente la vereda del café.

-Los vi en la televisión… – dijo Adalberto, mientras nos daba nuestros celulares, mi cuaderno y la lapicera plateada que llevo conmigo hace años -¿le pegaron a alguno de esos boludos?

El Negro negó con la cabeza. No había en los teléfonos ninguna llamada de Franco registrada.

De pronto, como si las hubieran metido a patadas, entraron tres chicas al local, acomodándose la ropa levemente corrida (la pelirroja -vestida como para la elección de la reina del mar- se peinó mirando su reflejo en el vidrio). Eligieron una mesa al lado de la nuestra y le pidieron a Adalberto dos lágrimas y un agua mineral sin gas.

Afuera, el descontrol de gente me recordó la salida del estadio mundialista después de un partido de Alvarado. Adentro, noté algo extraño en la situación, algo que no encajó en mi recorrido visual. Y no me refiero a Franco, que seguía en la pantalla: se lo veía quieto, mirando su teléfono celular. Tampoco a Adalberto, que preparaba en la barra el triple pedido reciente. Ni en las mujeres de la mesa de al lado, que hablaban con voz bastante alta, sin dejar de mirar el televisor.

Volví a recorrer el local con la vista, acompañando con los hombros y la cabeza el giro hasta terminar en el Negro. Eso era lo que no me cerraba: el Negro estaba de espaldas al trío de vecinas, mirándome fijo. Exactamente lo contrario a lo que hace cuando hay mujeres cerca. Pero ahora me apuntaba con los ojos y movía las cejas con exageración. Iba a preguntarle qué le pasaba cuando oímos:

-Me dijo que la esperara acá, así que no pienso ir a buscarla. Está lleno de babosos alzados- le habló enojada la pelirroja a la morocha más petiza. Le faltó separar en sílabas las últimas cinco palabras y hubiera sido un reto como los de mi mamá cuando era chico.

- Y vos te vestís así, también… - fusiló la otra morocha, hasta ahí la más callada.

Aprovechando que Adalberto se acercó con el pedido en la bandeja, el Negro tomó mi la lapicera y el cuaderno y anotó “¿Viste quién es esta mina?”

-¿Cuál? -pregunté en voz baja, porque realmente no conocía a ninguna de las tres. La letra del Negro es como la de un médico, por eso tardé en entender que era “Carlita, la colorada que salió con Franco, la de la playa” y subrayado se leía “¡la loca!”.

Ahí recordé quién era, pese a no haberla visto nunca antes. Carla salió con Franco una quincena durante el último verano. Se conocieron en el balneario de Punta Mogotes, en donde ella pasaba los días con la familia y él hacía el servicio de carpas sirviendo comidas, postres y tragos. El romance había arrancado bastante bien, con encuentros furtivos en los vestuarios y entre las carpas vacías. El Negro la conoció la vez que fue a aburrirse a la playa, una tarde nublada y Franco le pidió que lo cubriera un rato. Por eso ahora le daba la espalda.

Aquel noviazgo terminó, según el Negro, porque luego de “la primera revolcada medianamente importante” la chica presentó a Franco como su novio, futuro marido y padre de sus hijos, en el momento en que mi amigo le servía al padre de ella el tercer whisky con hielo. Esa fue la última vez que Franco la vio.

Todos giramos la cabeza hacia el frente al oír golpes en la vidriera. Hubo empujones acompañados de insultos, escupidas y una trompada de antología que recibió un petizo con la camiseta de San Lorenzo. Finalmente ingresaron al café dos camarógrafos y Rocío, la periodista del canal de cable que acababa de hacer la nota de los emos y floggers.

-Ahí llegó… hola, yo soy Carla – dijo la pelirroja, levantando la mano.

Las cámaras enfocaron hacia las tres chicas, mientras nosotros nos corríamos hacia la barra.

-Seguimos en directo desde Mar del Plata y ahora vamos a hablar en exclusiva con la novia de Franco, que gentilmente nos está esperando acá. Reiteramos: único medio que pudo acceder al testimonio de Carla.

-La culpa es mía…
– arrancó la colorada, sin ponerse homónima- …Yo fui la novia de Franco hasta el verano pasado. Sé que se quiere matar por mí. Me siento muy culpable. Lo veo tan mal… creo que estoy dispuesta a darle otra oportunidad…

-¿Qué decís, estúpida? es al revés la historia…
– gritó el Negro - …él te colgó la galleta porque sos in-so-por-ta-ble. Andá nena, mové, acá no soples que no hay velitas.

Las cámaras nos enfocaron. Adalberto, el Negro y yo estábamos de pie, detrás de la barra. Carla le dijo a la periodista que el Negro era amigo de Franco. Rocío se acercó hasta nosotros. En ese momento en mi celular empezó a reproducir con el volumen al máximo la canción “La bestia pop”.

Con el Negro nos miramos inmediatamente: era el tema de Franco. Salimos corriendo hacia el baño y Adalberto cerró el paso a los demás.

Las manos me transpiraban cuando atendí y puse el altavoz:

-¿Por qué tardaste tanto en contestar? – fue lo primero que dijo Franco...
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