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sábado, 22 de noviembre de 2008

2. UN DÍA DE MIERDA

Una oleada de viento repentino ingresó por la ventana, desparramando en su pecho el contenido del cenicero que tenía sobre el abdomen. Maldijo sin pausa el clima de la ciudad (siempre estuvo en desacuerdo con que a Mar del Plata se la llamara “La feliz”).

Dejó el control remoto -que estaba envuelto en distintas cintas adhesivas, producto de reparaciones caseras urgentes- sobre la mesita en la que acababa de cruzar sus pies, y con un quejido se incorporó para ir a cerrar la ventana. El cielo tenía el mismo color que el asfalto de la avenida Luro que, más abajo y hacia la izquierda, aparecía ocupada apenas por algunos colectivos con techo de membrana plateada. Un poco más allá se veía de frente el contorno del continente, en el segmento que ocupan la playa Popular y Punta Iglesias. A la derecha, la peatonal San Martin lucía semi desierta.

Le costó cerrar la ventana de madera vieja, hinchada por la humedad. Renegó nuevamente por el mal tiempo, por la ciudad e incluyó también a las palomas que elegían su balcón para suicidarse, y a la vida en general.

Franco se desplomó sobre el sillón, junto a su mal humor y encendió el televisor. La imagen que apareció en el artefacto era indescifrable y con el sonido entrecortado. Esta vez se maldijo a sí mismo por no haber aceptado el plan de antena colectiva que le propusieran en la reunión del consorcio, optando por su clásica -y hasta acá efectiva- antena individual rítmica, que golpeaba el cable contra la fachada del edificio al son del viento.

Antes, ya había probado todos los sistemas: el “agro-textil interior” (una papa con dos agujas de tejer), el “repostero-satelital” (una budinera abollada, con infructuosas intenciones de radar), y hasta el desquiciado “asador- parabólico- coaxil” (una parrilla enlozada con cables soldados con estaño a martillazos). Así que terminó usando el cable que apareció colgando junto a la ventana una tarde de viento (ese día conectó el televisor al cable aparecido sin mucha esperanza y descubrió que funcionaba relativamente bien. Hasta hoy).

Con los ojos resignados, enfocando la pantalla llena de rayas horizontales, recordó haber leído esa mañana en una revista vieja que “hay días malditos, jornadas execrables en las que es mejor la inactividad total, para no tentar al destino, puesto que cualquier cosa que se emprenda, por mínima que sea, saldrá indefectiblemente mal; ni siquiera puede uno masturbarse a gusto, ya que no será extraño que al rato, nuestra ex novia -quien nos ha abandonado hace años, sin darnos ninguna explicación- regrese, recién embarazada”.

No obstante el recuerdo del artículo, se supuso la excepción de la regla enunciada en la publicación. Descolgó el espejo del baño, y lo colocó sobre una silla, frente al televisor. Él se ubicó detrás del aparato, y fue chequeando el reflejo de la imagen, toda vez que tocaba la ficha de conexión.

Desafiando cualquier superstición, el espejo fue deslizándose por el asiento hasta caer y estallar, a la par de la ira de Franco.

-La concha de mi hermana – gritó, pateando la mesita que estaba frente al sillón. Miró con desprecio los restos del control remoto caído junto con los adornos que poblaban la mesa recién regada de trozos de espejo.

Tomó un destornillador y una pinza del cajón del aparador, los colocó en el bolsillo de su bermuda, y salió del departamento, mientras se acomodaba el teléfono celular en el cinturón. Omitió el ascensor. Caminó hasta la escalera, subiendo sin frenar los siete pisos hasta el lavadero. Allí, transpirado, se encontró frente a la puerta que se antepone a la azotea. Tal como lo supuso, la puerta estaba cerrada con llave y sin picaporte, ya que la terraza de ese viejo edificio llevaba mucho tiempo sin estar disponible al uso general.

Intentó abrirla con las herramientas que llevaba en el bolsillo, sin obtener resultados positivos, lo que lo encolerizó aun más. Pensó que sus insultos actuarían intimidando el metal, haciéndolo dilatarse; pero la puerta ni siquiera se arqueó con las violentas patadas. Sonaba demasiado sólida como para abrirse.

La situación desfavorable no lo amedrentó. Empuñando una pinza, rompió el vidrio de la pequeña ventana existente arriba del piletón del lavadero. Como obedeciendo el dictamen de no desentonar en la jornada, un pedazo de vidrio obsecuente le cayó sobre la mejilla, cortándola sin demasiada profundidad, pero con la suficiente precisión como para lograr que la sangre comenzara a brotar.

Mientras su remera blanca se manchaba con lágrimas rojas, trepó hasta la ventana, y por ella salió, no sin dificultad, hacia la cornisa. Afuera, el cielo continuaba gris asfalto.

Franco estimó que para alcanzar la parte más alta de ese viejo “edificio de mierda” debería caminar unos cinco metros casi colgado por la cornisa de veinticinco centímetros de ancho, para asirse de un caño saliente y trepar por ahí, haciendo pie en pequeñas salientes de metal (¿antiguos escalones mal cortados?) hasta poder tomar el caño mayor y estirarse hacia la base del resquebrajado tanque de agua, en donde estaba enclavada la maldita antena de su televisor.

Ahí tuvo la idea. Ingresó nuevamente por la ventana al lavadero y corrió por la escalera hasta su departamento. Llenó una mochila con todo lo que creyó necesario y volvió a subir. Se colocó la mochila de manera que le quedara de frente y dio un salto que le permitió subirse a la cornisa. Ahora debería caminar despacio, con la espalda pegada al tramo último de la fachada, que se elevaba casi tres metros sobre él.

Al segundo paso oyó un crujido: un murciélago, seco, yacía debajo de su pie. Odiaba esas ratas con alas, por lo que se regodeó al hacerlo crujir nuevamente.
Trepó despacio, asustado, sin mirar hacia abajo. Una bufanda de vértigo le envolvió la garganta cuando finalmente logró subir al tanque. La suya era la única antena ahí arriba. Se sentó en el borde y tomó el celular.

Cuando atendí la llamada escuché que Franco me decía agitado:
-Estoy en el tanque de agua de mi edificio. Subí para arreglar esta antena de mierda y se me ocurrió la idea de matarme.

Y cortó.

jueves, 13 de noviembre de 2008

11. SUBO Y TE EMPUJO



Era cierto: Franco lloraba como un chico…

Se abrió la puerta del baño y entró la periodista (sin micrófono ni camarógrafo). Adalberto se interpuso para no dejarla avanzar pero fue inútil.

-El baño está ocupado, nena. Andá a hacerle notas a los boludos de afuera. – dijo el Negro, secándose unas lágrimas. Yo hasta ahí no había notado que el morocho lloraba también. Me puse nervioso con la presencia de la cronista en un momento tan íntimo y complicado.

-Necesito hablar con Franco. Es importante.

-Andate al carajo vos y tu canal de noticias. Adalberto, sos el dueño del lugar, che, decile que se vaya de una vez por todas.

Pedí con señas que todos hicieran silencio. Tuve que enfatizar con el Negro, indicándole que el teléfono no emitía ningún sonido.

-Franco… ¿me escuchás?

-Si, estoy escuchando todo.

-¿Estás bien?

-Desde que era chico que no lloraba así… me siento rarísimo. ¿Quién es la mina que está ahí hablando?

-Hola Franco,
soy Rocío…. –Nos madrugó a todos y se acercó al teléfono- …trabajo en el canal de noticias que está cubriendo tu caso en directo. Tenía que hablar con vos si o si.

-No, pará querida ¿me estás haciendo una nota ahora?

-No, no.

-No sé…
–cortó el Negro- …capaz que tiene una cámara oculta y nos está cagando.

-Revísenme si no me creen –
dijo al erguirse y levantar los brazos.

-Está bien, - dije, mirándolo fijo al Negro, que amagó a revisarla.

-Está bien… - Repitió Franco. -¿qué querés?

Interiormente yo creí que la idea de la periodista era conseguir una nota o el número de teléfono del celular de Franco, para tenerlo en exclusiva. Me equivoqué.

-En un rato van a subirme con un camarógrafo en la grúa lo más alto que puedan para hablar con vos. Quieren que te entreviste y trate de hacerte hablar. Nadie sabe qué te pasa ni por qué estás ahí. Abajo se están haciendo apuestas….

El tono de voz de Rocío iba cambiando a medida que hablaba.

-… recién hablé con mi jefe y me aseguró el trabajo, porque nos están por echar a todos, y me dijo que hiciera lo posible para entretenerte con la conversación, y tratara de lograr que llores…

-Hijo de puta
– dijimos a coro.

-¿Por qué me contás esto? –preguntó Franco, como leyéndonos la mente a los demás.

-Porque no quiero hacerlo pero muchas familias dependen de este trabajo… –La voz se iba apagando -… y no me queda otra. Cada nota que hago es un respiro de alivio para mis compañeros.

-A mi no me cierra esta novela, nena.
– interrumpió el Negro. Rocío se cubrió la cara con las palmas de las manos y empezó a llorar, sin estruendo ni dramatismo. Me acerqué para consolarla pero ella no me dejó.

-Estoy bien, estoy bien.- Adalberto salió del baño y Rocío continuó:

-Tengo que hacer la nota, pero quería antes decirte esto y también… - el llanto volvió a aparecer, esta vez con más fuerza - … que no saltes por favor. No importa qué te haya llevado hasta ahí, estás a tiempo de retroceder unas horas y pensar. No desperdicies tu vida terminándola así… sos joven y podés arreglar cualquier cosa que esté mal, cualquier cosa si no te matás… por favor… mi papá se mató cuando yo tenía 9 años…

No dijo nada más. El Negro, que un ratito antes iba a protestar por algo enmudeció. Nadie volvió a hablar hasta que entró Adalberto con un vaso con agua y se lo ofreció a Rocío.

-Tomá nena, quedate tranquila.

-No me voy a matar…
– escuchamos de pronto. Era la voz de Franco.–…ni en pedo me voy a matar. – mezclaba las palabras con una risa nerviosa. -Ni loco me mato. Tuve ganas, si, pero la puta madre… qué me voy a matar… no sé como carajo voy a bajar de acá, no me animo a pasar por donde subí, me da cagazo caerme. –Y reía con fuerza.

Por primera vez desde que esto empezó sentimos alivio y festejamos. Rocío secaba sus ojos y sonreía. El Negro se abrazaba con Adalberto y conmigo. De a uno fuimos hablándole a Franco:

El Negro:

-Ya subo y te empujo, pelotudo.

Adalberto:

-Como tira un barril de cerveza…

Yo:

-Tenés que bajar cuanto antes así nos emborrachamos.

Rocío (que fue quién cortó el clima festivo):

-No es tan simple la cosa. No va a ser: bajar y festejar… -La interrumpí haciendo el gesto de la enfermera pidiendo silencio en los hospitales.

-Che…- protestó Franco, que no había escuchado lo último - me queda poca batería en el teléfono y además me avisa que se me está terminando el saldo. Van a tener que llamarme ustedes.

-Cortá entonces. Nos organizamos acá y te llamo.

-Quedate ahí, eh –
le dije, y corté apurado.

-¿Qué decís, nena, sos loca? – increpó el Negro - ¿cómo que no va a ser fácil la cosa? Franco no le hizo nada a nadie. Cuando quiera bajar baja y punto. El resto que se vaya a la mierda.

Yo pensaba igual. Pero nos equivocábamos. Rocío nos explicó que se enteró por su primo Fernando, que es policía, que había habido muchas denuncias de los vecinos por distintas cosas: alteración del orden público, incitación a la violencia, uso de espacios comunes y una larga e insólita lista de cosas que incluían multas municipales por ocupar zonas de estacionamiento medido y por defecación en la vía pública.

Protestamos argumentando que eso no era culpa de Franco, sino de los demás. Pero Rocío nos dijo que las denuncias eran en parte originadas por la situación de Franco.

-Bueno, entonces se puede decir que no está bien de la cabeza y listo.

Ese era otro de los puntos negativos de la situación. Si Franco no estaba “bien de la cabeza” entonces iba a ser llevado a una clínica psiquiátrica, en donde quedaría a disposición de la justicia, que en este caso actuaba de oficio.

-¿Vos decís – preguntó Adalberto a Rocío- que si no va preso va a un loquero?

-Si.


-¿Y ahora qué hacemos?

jueves, 31 de julio de 2008

LLUEVE Y NO ESTAMOS (poesía por defecto) - ALEJO SALEM

“Llueve a hachazos, como en El bar Unión
pero yo no estoy solo ni acompañado
y vos no estás alegre ni triste.
Llueve y no estamos.”

Parado en el hall de entrada, vestido con jeans y remera del Los Simpsons, Alejo Salem miraba (lo cito) “con calma bovina” a través del vidrio a los muchachos que trabajaban afuera, esperando que se abra la Sala A como si lo que estaba por venir, como si lo que sucedería una hora después no tuviera que ver con él.
Conozco a Salem hace 17 años y juro que jamás sospeché encontrarlo ese día con tanta tranquilidad. Claro, olvidé que Alejo Salem, quien desde la contratapa de su libro se define como “Cultor de una efímera vocación de servicio, acreedor de pordioseros y escritor de puertas de baños, oculta con dificultad su pasado de niño bien. Más propenso a la vagancia vana que el ocio creativo…” es impredecible.

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